En verdad, las expectativas en torno a la reunión de mediados de mes entre los presidentes Joe Biden y Xi Jinping no eran particularmente altas. Nadie debería sorprenderse, entonces, por lo poco que salió de ese encuentro en Bali, Indonesia. Ambos líderes expusieron sus preocupaciones sobre el comportamiento de uno y otro y prometieron contener sus antagonismos mutuos por debajo del nivel de conflicto armado. También acordaron aumentar los contactos de alto nivel –el secretario de Estado Antony Blinken visitará Beijing a principios del próximo año como parte de este proceso– y reanudar las conversaciones formales sobre el cambio climático. Pero ninguno de los líderes pareció ceder terreno en los principales puntos calientes de la relación bilateral, por lo que el riesgo de conflicto persiste.
De hecho, la reunión se produjo en un momento en el que las tensiones entre los dos países ya estaban en un nivel muy alto. Muchos analistas comenzaban a sugerir que una guerra entre Estados Unidos y China, probablemente desencadenada por una confrontación acerca de Taiwán, se estaba convirtiendo en una posibilidad muy real. En consecuencia, el encuentro Biden-Xi tenía menos la intención de lograr avances diplomáticos que de evitar que las relaciones se deterioraran aún más.
Al reunirse en persona y discutir sus diferencias abiertamente, los líderes de ambos lados buscaron reducir las tensiones y adoptar medidas para evitar que futuras crisis se salgan de control. Es posible que en esto hayan tenido éxito: tras la reunión, ambos indicaron que habían compartido sus principales preocupaciones –sus «líneas rojas», al decir de Biden– y acordaron mantener abiertas las líneas de comunicación para evitar errores de cálculo, peligrosos en una eventual crisis. «Vamos a competir vigorosamente, pero no busco un conflicto», afirmó el presidente estadounidense, y agregó: «Mi idea es administrar esta competencia de manera responsable».
Pero ninguna de las partes discutió abiertamente lo que realmente estaba en juego en la reunión de Bali: la lucha creciente entre los dos Estados más poderosos del mundo por el dominio de la región Asia-Pacífico. A medida que crecen las capacidades económicas, tecnológicas y militares de China, sus líderes buscan desempeñar un papel más importante en esta vasta región, considerada el epicentro de la economía global. Estados Unidos, durante mucho tiempo la potencia dominante en el Pacífico occidental, está decidido a evitar que China logre este objetivo.
Esta lucha rara vez se discute como tal en las declaraciones formales de Estados Unidos y China, pero se le otorgó prominencia en dos documentos clave publicados recientemente por las dos partes: el informe de Xi Jinping del 16 de octubre al 20.o Congreso Nacional del Partido Comunista de China (PCCh) y la Estrategia de Seguridad Nacional del presidente Biden, presentada a mediados de octubre.
Ya el título del informe de Xi («Mantengan en alto la gran bandera del socialismo con características chinas y luchen en unidad para construir un país socialista moderno en todos los aspectos») alude a algunos de los temas principales del texto: el avance de la unidad nacional; el crecimiento económico; la modernización militar, y los logros tecnológicos bajo el liderazgo del PCCh. Pero subyacente a todo esto hay un objetivo de mayor alcance: llegar a la paridad con Estados Unidos como potencia mundial, a pesar de los esfuerzos de Estados Unidos por resistirse a esta aspiración.
«Después de básicamente concretar la modernización», se afirma en el informe, «seguiremos trabajando arduamente y convertiremos a China en un gran país socialista moderno que, para mediados de siglo, lidere el mundo en términos de fuerza nacional e influencia internacional combinadas». Esta aspiración –también conocida como «el sueño chino del rejuvenecimiento nacional», de acuerdo a palabras del propio Xi–, implica, entre otras cosas, lograr la paridad tecnológica con Estados Unidos y asegurar la reunificación de Taiwán con el continente. «Resolver la cuestión de Taiwán y realizar la reunificación completa de China es, para el Partido, una misión histórica y un compromiso inquebrantable», se agrega en el documento.
Desde la perspectiva de la administración Biden, estas aspiraciones representan las mayores amenazas a largo plazo para la seguridad de Estados Unidos. «El desafío más apremiante que enfrenta nuestra visión [de un mundo con Estados Unidos como centro] proviene de potencias que combinan un gobierno autoritario con una política exterior revisionista», afirma la Estrategia de Seguridad Nacional, presentada por el presidente el mes pasado. Rusia es una de esas amenazas, pero China «es el único competidor que tiene la intención de remodelar el orden internacional y, cada vez más, el poder económico, diplomático, militar y tecnológico para avanzar en ese objetivo».
De esto se deduce, argumenta el documento de Biden, que el objetivo principal de la estrategia estadounidense debe ser evitar que China alcance las capacidades económicas, militares y tecnológicas necesarias para lograr su objetivo. Esto requiere, entre otras cosas, negar a China el acceso a la tecnología informática sofisticada que necesita para lograr la paridad tecnológica con Estados Unidos y garantizar que Taiwán nunca sea reunido al continente por la fuerza.
Estos dos temas centrales se han vuelto más candentes en los últimos meses, con China intensificando sus provocativas maniobras militares cerca de Taiwán y la administración de Biden imponiendo duras restricciones a la exportación a China de semiconductores avanzados y tecnología de fabricación de chips. Estos temas críticos se ventilaron por completo en la reunión entre Biden y Xi, pero está claro a partir de los apuntes de las discusiones proporcionadas por las dos partes que no se logró ningún progreso en ninguno de ellos y que, de hecho, es probable que estas divisiones se agudicen en los meses y años próximos.
Sobre Taiwán, Biden no dijo esta vez que Estados Unidos intervendría si China invadiera la isla, una afirmación que ha hecho al menos cuatro veces en el último año, pero insistió en que ese país «se opone a cualquier cambio unilateral en el statu quo por cualquiera de las partes». Xi fue mucho más definitivo y dijo abiertamente que la intervención de Estados Unidos en el tema de Taiwán implicaba el riesgo de una guerra total con China. Xi «enfatizó que la cuestión de Taiwán está en el centro mismo de los intereses fundamentales de China… y es la primera línea roja que no debe cruzarse en las relaciones entre China y Estados Unidos», según el apunte publicado por el Ministerio de Relaciones Exteriores chino. «Cualquiera que busque separar a Taiwán de China estará violando los intereses fundamentales de la nación china; ¡El pueblo chino no permitirá que eso suceda de ninguna manera!».
Según se informó, Biden reprendió a Xi por las prácticas comerciales desleales de China y su comportamiento aberrante en materia de derechos humanos, pero (según los apuntes de las cancillerías) no abordó la prohibición tecnológica. Para Xi, sin embargo, este tema era central, ya que se relaciona con el impulso de Estados Unidos para evitar que China logre el lugar que le corresponde en el mundo. Gran parte de su intervención en la reunión se dedicó a este tema.
«Las relaciones entre China y Estados Unidos no deberían ser un juego de suma cero en el que una parte supera a la otra o prospera a expensas de la otra», habría dicho Xi a Biden. «Comenzar una guerra comercial o una guerra tecnológica, construir muros y barreras e impulsar el desacoplamiento y la ruptura de las cadenas de suministro va en contra de los principios de la economía de mercado y socava las reglas del comercio internacional… Nos oponemos a politizar y a usar como arma los lazos económicos y comerciales, así como los intercambios en ciencia y tecnología».
Claramente, los dos presidentes lograron articular sus principales preocupaciones, pero ninguno abordó la lucha de poder subyacente entre sus dos países (excepto de manera indirecta), y ninguno proporcionó un camino hacia la reconciliación. Dado que los problemas de comercio y tecnología seguirán siendo vistos en Occidente como un juego de suma cero y que Taiwán seguirá siendo un importante punto de conflicto militar, no hay razón para suponer que los modestos logros anunciados por Biden y Xi resultarán en una reducción de las hostilidades en el largo plazo.
Para que China y Estados Unidos reduzcan genuinamente el riesgo de un conflicto futuro, tendrán que abordar los problemas estructurales que ahora los dividen y encontrar formas de resolver, en lugar de «administrar»,[1] sus diferencias. Esto requerirá mucho trabajo y la voluntad de comprometerse en temas difíciles como el comercio y Taiwán. Una mayor cooperación en torno al cambio climático y la prevención de pandemias puede ayudar a mover las cosas en esa dirección, pero lo cierto es que no parece haber otro camino hacia una paz duradera.
* Michael T. Klare es profesor emérito de Estudios de Paz y Seguridad Mundial en la Universidad de Hampshire. Su último libro es All Hell Breaking Loose: The Pentagon’s Perspective on Climate Change.
(Publicado originalmente en The Nation. Traducción de Brecha.)