Entonces nada o casi nada era como ahora. Aquel mito llamado Gonzalo, capaz de transformarse en piedra para pasar inadvertido o volar como cóndor para escapar de sus perseguidores, es hoy un simple hombre de 79 años sin aquellos dones sobrenaturales en los que muchos creían, aislado en una cárcel en la Base Naval de la Marina de Guerra del Perú de la que sólo saldrá muerto. Abimael Guzmán, preso 1.509, capturado en 1992, condenado a cadena perpetua.
No es la misma, ahora, esta ciudad que conocí en 1988 después de 24 horas de viaje en un ómnibus destartalado que se rompía a cada rato. Como se rompió aquel puente después de certeros dinamitazos senderistas que me hicieron cruzar el río a las 3 de la mañana, caminando sobre un tablón, muerto de vértigo, escuchando al río que no veía pero rugía bajo mis pies, y que me animé a cruzar envalentonado por el sueño.
Ahora estoy llegando tras apenas nueve horas sobre una impecable carretera asfaltada construida por otro hombre, éste de 74 años y también encarcelado, pero no tan aislado como aquél. Un hombre que también espera morir –si es que no se produce un indulto– para liberarse: Alberto Fujimori, el ex presidente bajo cuyo mandato cayó Guzmán.
Uno tras uno, los carteles van anunciando la inminencia de la llegada. El último, el que atraviesa la carretera, te recibe con un grito en mayúsculas “Bienvenidos a Ayacucho”.
Es abril de 2014, Semana Santa, la celebración más importante de esta ciudad, y la más espectacular de todas las que se conmemoran en Perú para sufrir religiosamente la muerte de Jesús y festejar tres días después su resurrección. Dios a tope.
En 1988 no había carteles que anunciaran la cercanía de Huamanga, como acostumbran llamar acá a la ciudad, tal vez para alejarla del premonitorio significado de la palabra quechua Ayacucho: “rincón de los muertos”. Entonces, había sólo pintadas en rojo con las siglas PCP (Partido Comunista del Perú) acompañadas de la hoz y el martillo. Entonces Dios, si es que existe, estaba ausente y la duración de la vida de los hombres no era una cuestión divina sino potestad de dos brutales demonios: Sendero Luminoso y las Fuerzas Armadas.
Ya no hay muertos de guerra en Ayacucho, el epicentro de aquel terremoto político-cívico-militar que sacudió a Perú durante veinte años. Tampoco hay guerra, pero para muchos tampoco hay paz. Para muchos, los muertos de entonces siguen tristemente vivos.
Angélica Mendoza, la fundadora de ANFASEP (Asociación Nacional de Familiares de Secuestrados, Detenidos y Desaparecidos del Perú), a sus 86 años y aunque camine libremente, está encarcelada desde 1983, cuando los militares le robaron de su vida a su hijo Arquímedes. “Lo arrancaron de mis brazos, con insultos, con golpes. Me dijeron: para aclarar nomás lo estamos llevando; mañana vas a venir al cuartel”, relató. El paso del tiempo, más que mitigar su pena aumenta la angustia de una madre que morirá sin poder enterrar a su hijo, sin saber cuándo, ni dónde, ni cómo, ni por qué, preguntas que nadie quiere responder. No, para ella no hubo muerte ni resurrección.
Sigue presa, también a perpetuidad. De la tristeza y del horror: “Estuve a punto de volverme loca mientras rebuscaba en las fosas comunes. Los perros y los cerdos se comían los cadáveres maniatados y baleados. Los militares les cortaban las cabezas y las entremezclaban para que la identificación fuese más difícil”.
Aquel hostal, el Santa Rosa –al que llegamos con Roger Rodríguez en la madrugada de un día de 1989 violando el toque de queda en la oscuridad lluviosa, no por valentía sino por cansancio e irresponsables ganas de dormir en una cama–, donde nos recibió el conserje con un farol que iluminó un cuadro con la cara de los ocho periodistas muertos en Uchuraccay, ya no exhibe su tarifario en devaluados intis sino en dólares y por paquete, tres noches: cuatro días, 240 dólares. En Semana Santa los precios tocan el cielo. El cuadro sigue ahí, no tan visible, y el conserje es el mismo; hay rostros de ciertos momentos que no envejecen, permanecen siempre iguales, como fotografías en el álbum de la memoria.
Uchuraccay es el nombre de una localidad que pasó a ser sinónimo de ocho periodistas asesinados en 1982, supuestamente por comuneros que confundieron cámaras con armas. Un “desencuentro cultural”, sentenció la comisión que investigó el caso ignorando hechos también culturales, como la imposibilidad en el mundo andino de enterrar muertos juntos, como aparecieron, dos por tumba. Desencuentro cultural: ¿tan salvaje e ignorante puede ser una comunidad con escuela, iglesia y el 30 por ciento de habitantes que sabían leer y escribir? ¿Problemas de comunicación, cuando en la comitiva de los hombres de prensa iba un guía quechuahablante, también asesinado?
¿Estará pensando en eso?, me pregunto esta noche de miércoles, 32 años después, mirando desde la calle a ese hombre canoso y solo, apoyado en el balcón del hotel, que mira la procesión por la que camino. ¿Pensará en aquello el Nobel Mario Vargas Llosa, que presidió aquella comisión?, vuelvo a preguntarme, y miro una vez más antes de seguir caminando, obligado por la Virgen en andas que me pisa los talones. Tal vez, me respondo, pero no sería en todo caso por mucho tiempo. Al otro día moriría Gabriel García Márquez y él sólo se dedicaría a eludir repuestas para lo que más le interesaba al periodismo sobre Gabo, el puñetazo que recibió por mano derecha del peruano y por causa de Patricia.
Más allá de la mirada intelectual que intentó explicar con conceptos difíciles e increíbles la tragedia de los periodistas, existe una verdad oculta y más creíble. Luis Morales Ortega la sabía pero no vivió lo suficiente para contarlo. Lo conocimos en el 89, apenas llegados. No habíamos siquiera desayunado aquella primera mañana cuando desde el cuartel Los Cabitos, centro militar de reclusión, tortura y desaparición, una voz nos amenazaba con eufemismos “sugiriéndonos” abandonar la ciudad… Entonces llegó él, el hombre del sombrerito, jeans y bigote, el hombre amenazado por años. Por uno y por otro lado, por periodista, por querer siempre llegar a la verdad y reportarla en la tierra de las mentiras oficiales.
“Yo sé la verdad”, repetía. “El último que la sabe, todos los demás han muerto y soy incómodo.” Lucho defendía su tesis de que en el salón comunal de aquel pueblo un batallón de “sinchis” (policía militarizada antiterrorista) permanecía oculto esperando el desenlace de una matanza que había instigado y propiciado y que explica el extraño entierro de los periodistas, dos por tumba, tan ajeno a las costumbres andinas. Los comuneros involucrados fueron asesinados uno a uno en el correr del tiempo.
“Probablemente la próxima vez me veas acá”, me dijo en 1990, mostrándome el panteón familiar en el Cementerio de Huamanga. “Me están buscando.” Fue la última vez que lo vi. La calle San Martín, que hoy camino recordándolo, fue el escenario de su silencio definitivo, el 13 de julio del 91. Ese día jueves, esa mañana a las nueve, caminaba rumbo a la plaza cuando vio a dos hombres que se acercaban y sospechó que caminaban por él. Corrió y corrieron, y supo entonces que corrían por él. Pidió ayuda, gritando y golpeando puertas, pero ninguna se abrió.
Murió de cinco balazos, tres en la espalda y dos de remate en la cabeza. Una familia tuvo la mala suerte de verlo, dos mayores y dos adolescentes. Fueron asesinados apenas cinco días después. Las investigaciones acusaron a Sendero, el tiempo develó la verdad. El grupo Colina, un comando paramilitar creado por Fujimori, fue el responsable.
De su muerte, cosas de la vida, me enteré en Montevideo, en la casa de Roger. Nos emborrachamos recordándolo.
No es el mismo el CRAS (Centro de Reclusión y Adaptación Social) de ahora, aquel penal adonde acompañé en la última medianoche de 1990 al fiscal que asumiría el cargo una semana después. Un hombre que conocí en el avión rumbo a Ayacucho, y que tomando más de una copa, esa Navidad, se levantaba para hacer el saludo nazi, “heil Hitler” incluido, en el patio vacío del hostal Santa Rosa. Que caminando rumbo a la cárcel empujaba a la gente que iba por la vereda al grito de “cholos a la calle”. Quería pasta base que no encontró, me confesó al regreso.
Aquel CRAS, de donde se fugaron 30 subversivos en 1984, sin elaborados túneles, a punta de dinamita y un camión con colchones al que saltaban los presos después de alcanzar el muro de ocho metros, es ahora una feria de artesanías, del que sólo queda ese muro.
Te van a matar, le dije al futuro defensor del pueblo al enésimo “heil Hitler”. Tal vez eso busco, me respondió. No pregunté más. De un tipo así poco me interesaban sus misteriosas razones. No duró mucho el fiscal pronazi; casi un año después de asumir Sendero lo mató.
La plaza de Ayacucho luce hoy, esta tarde, repleta de grupos de jóvenes, en su mayoría limeños, que celebran desde el atardecer Semana Santa de una forma peculiar, más espirituosa que espiritual: tomando hasta reventar. Un preciso chaparrón divino con bíblico granizo incluido termina con el insoportable y pagano regaetón.
Por poco tiempo, el general Antonio José de Sucre, victorioso en la batalla de Ayacucho de 1824, la última librada contra la corona española en América –humano entonces, en forma de estatua ahora–, vuelve a quedarse solo. Como 30 años atrás, cuando llegaban la noche y el miedo y él, al que un sólido pedestal impedía que se fuera, era el único ocupante de esa plaza. Es sólo una tregua. Paran la lluvia y el granizo, la fiesta de la cristiandad sigue viva.
Fuegos artificiales opacan las estrellas del cielo serrano; el inocuo estruendo de estas bombas sólo afecta al oído, pero no deja de estremecer a quienes en esta Huamanga de resurrección las recuerdan destrozando cuerpos, mutilando, matando. Los “cuetes”, como ráfagas de fusiles militares, hacen lo mismo.
Es domingo, Cristo resucitó, por lo menos en Huamanga, y yo fui testigo. Feliz fin de fiesta. Regreso a Lima. En la carretera niños extienden sogas impidiendo el paso de los vehículos con el fin de cobrar un “peaje”. No piden dinero, piden comida. “¿Tiene pan?”, preguntan. Para ellos pareciera no haber resurrección, ni vida digna. Existen al margen del sistema perfectamente asfaltado por donde circulan camionetas cuatro por cuatro, producto del milagro peruano. Sobreviven al borde de la carretera. Para ellos no hay milagro.
Ayacucho sigue siendo el segundo departamento más pobre de Perú. Y en lo que allí murió, vive la impunidad.