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Asomarse a la ventana

“El Bosco, el jardín de los sueños” del director español José López-Linares.

"El bosco, el jardín de los sueños"

El director español José López-Linares introduce al espectador en la sala del Museo del Prado madrileño donde aguarda el tríptico del Bosco “El jardín de las delicias”, al cual se lo despliega en su plenitud, de modo que la cámara se le acerque y pueda apreciarse la fascinadora conjunción de hombres, animales, frutas, plantas y objetos que el holandés, también conocido como Hieronymus Bosch (1450-1516), dispuso para que se contemplase a través de la mirada que nace tanto de la experiencia como de los sentidos de quien se asoma al panorama que le aguarda allí delante. Otras obras del Bosco desfilan más tarde y se intercalan poco a poco en un análisis para el cual el realizador requirió los comentarios de escritores, historiadores, científicos, músicos y, por cierto, otros artistas de diversas partes del mundo que arrojan oportunos rayos de luz acerca del hombre que, de alguna manera, resucita el simbolismo pictórico de la Edad Media y lo proyecta hacia un presente en el que vale la pena descubrir los toques de religiosidad, magia y hasta disparate que así cobran fructífero sentido para el observador de hoy, capaz de extraer nuevas conclusiones o últimos sentidos a propósito de los trabajos de alguien que nos habla de la vida, de la muerte, del pecado y del mismísimo Dios con velos de misterio que quien revise sus pinturas disipará hasta donde pueda, dejando, claro está, lugar para la interpretación propuesta por el siguiente espectador.

Las pinceladas del Bosco, asegura López-Linares, se revisten de una fantasía –nada más que la fantasía del artista puede justificar la osadía de ubicar cierto elemento junto, encima o dentro de otro con el cual no guarda ninguna relación– que, de pronto, cede su puesto a la inserción de un personaje –Adán y Eva, entre otros– cuyas miradas se dirigen de manera directa a los ojos de quien se aproxima a la pintura. Cada uno de los espectadores, en definitiva, verá en la obra que tiene delante lo que logre descubrir con la ayuda no sólo de lo que sabe sino también de lo que siente, habida cuenta de que una parte de cada trabajo permanecerá sumida en un misterio que quizás otro visitante se anime a disipar. Tal lo que sucede con un buen número de expresiones artísticas, un punto que López-Linares sabe desgranar por medio del cine –un arte que, a menudo, se relaciona con la pintura– en un producto bien armado, entretenido y tan accesible para los entendidos como para aquellos que poco y nada saben del Bosco y de la disciplina que lo condujo a la gloria. La amena intromisión de los entrevistados por doquier se mezcla cada tanto con los acercamientos propuestos por la cámara inquieta del hispano a lo largo de un intercambio con la platea que la banda sonora condimenta con melodías que incluyen a gente tan dispar como Elvis Costello y Jacques Brel, encargados de demostrar que el pasaje del tiempo da pie para contrapuntos que, lejos de parecer irreverentes, se integran con naturalidad. El peligroso fantasma de la didáctica que dos por tres envuelve a quienes, como López-Linares, se empeñan en compartir lo conocido con los demás, se disipa entonces sin mayores trabas.

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