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Aporías de la reforma educativa

Mauricio Zina

En un barrio de la periferia de Montevideo, un profesor cuenta que en su liceo una estudiante se desmayó de hambre. Nadie se asombra. Otros docentes narran que suelen comprar, pagando de su bolsillo, barritas de cereales o bizcochos de cantina a estudiantes que a las 17 horas no han comido nada desde el café con leche de la mañana. Una profesora comenta que el taller de cocina de su liceo tuvo casi 150 alumnos inscritos, muchos más que cualquiera de los otros talleres, en los que no se come. El intercambio sigue. Nadie se acuerda del orden del día. La reunión se consume cotejando versiones sobre unas partidas que se anuncian reducidas y compartiendo tácticas para gastar en alimentos fondos asignados a la compra de materiales. En la otra punta de la mesa, dos profesoras repasan una lista de estudiantes a incluir en un pedido de acceso a viandas escolares. El trámite es engorroso y tienen que seleccionar a los que tienen las insuficiencias alimentarias más graves. Cuentan más de 30 solo en un liceo. Deberían ser más, dicen, pero temen que el pedido sea rechazado si incluyen a muchos. Si todo sale bien, conseguirán entre 20 y 30 viandas infantiles, que podrán ir a buscar a una escuela cercana. «Un adolescente no come lo mismo que un niño, pero cuando no ha comido nada, esa vianda es todo», razona una docente, levantando la vista de un papel con nombres tachados. Estamos reunidos en una biblioteca y pienso en el poema de Federico García Lorca. Falta el «medio pan» para abrir el libro.

La pobreza infantil en Uruguay creció y se ubica hoy en el entorno del 19 por ciento de los niños, niñas y adolescentes menores de 18 años. El rango de edad de entre 13 y 17 años es el que registra el mayor aumento. En los liceos no existe una política de alimentación.

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El discurso oficial busca hacer pie en el mito de la meritocracia. Pero es un mito agujereado que ya no es capaz de sostener nada. Sin mito no hay promesa, por lo que la propuesta educativa solo se puede apoyar en un criterio de realidad puro y duro. La máxima pareciera ser aquella amarga frase de Mauricio Macri: «Estábamos viviendo por encima de nuestras posibilidades». Según la cooperativa de economistas Comuna, en 2022 la Administración Nacional de Educación Pública (ANEP) perdió 80 millones de dólares en términos reales. El ajuste económico en la educación es la confesión de parte del gobierno, que, «crisis de la educación» mediante, no concede el relevo de pruebas.

El discurso de la gestión, el liderazgo y la autonomía de los centros se da de bruces con una realidad en que los (insuficientes) cargos técnicos existentes en los liceos no se han llenado. Faltan profesores de tutorías, psicólogos o referentes de educación sexual, que se suman a las horas docentes, cuya asignación se ha demorado. El celo por el control ha aumentado burocracias ya de por sí robustas. Intentar enfrentarlas doblega al más fuerte. De la voluntad al voluntarismo y luego a las tácticas adaptativas de cada quien, por el tiempo plano de la desesperanza. Mark Fisher incluye la burocracia entre sus «aporías del realismo capitalista», no como una falla, sino como una condición de funcionamiento bien disimulada. Entre los docentes, es frecuente la expresión mundos paralelos para referirse a la distancia que existe entre la gestión institucional y las realidades de los centros educativos.

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Estos mundos paralelos tienen su punto impropio bastante más acá del infinito y se encuentran a los ponchazos. El discurso tecnocrático convive bien con el autoritarismo cuando se presenta como sinónimo de liderazgo. La autonomía es para ejecutar, los educadores tienen miedo y parece que todo eso era el futuro que debía haber llegado hace rato. Pero el futuro tiene aspecto setentista, del corte tradicional. Se persigue a los estudiantes por pintar sus consignas en los muros. Se persigue a los docentes por sus campañas sindicales. Se censuran boletines gremiales por su contenido. En un centro educativo, un jerarca inició un procedimiento administrativo a un docente luego de entrar en su clase en el momento en que se proyectaba una cita de un filósofo alemán de iniciales F. W. N. O., sospechoso de fomentar el ateísmo.

Desmarxistizar la enseñanza ha vuelto a ser una preocupación omnipresente, como en los tiempos del Consejo de Estado, cuando algún senador actual trabajaba sumariando educadores. Y hasta un jerarca de la evaluación educativa, socialdemócrata y modernizante, se sumó comedido al discurso setentista del adoctrinamiento de izquierda en la educación. El episodio permitió constatar la cohesión del «nuevo pacto laico» del que habla Antonio Romano, que observa un desplazamiento del sentido de la laicidad desde el anticlericalismo hacia el antisindicalismo, transformando a los docentes en sospechosos permanentes.1

El clamor de la laicidad se hace en nombre de la pluralidad. Si el clamor viene de arriba, viene con trampa. De repente, la laicidad pasó a significar la participación equidistante de todas las posturas políticas existentes sobre un tema. En la práctica, la aplicación de este mandato empobrece el abordaje de cualquier asunto más o menos profundo o complejo, cuando no directamente lo inhibe ante la imposibilidad o el absurdo de contar con algo así como «todas las posturas» sobre algo. Cuando el pluralismo desplaza al antidogmatismo como principio articulador de la laicidad, la postura laica por excelencia es la abstención y la actitud laica la autocensura.

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El documento «Marco curricular nacional», difundido recientemente por la ANEP como texto orientador de la reforma educativa, afirma que «la propuesta curricular vigente es un factor de expulsión de miles de estudiantes en la Educación Media». La distancia que hay entre la ilusión tecnocrática del cambio educativo como cambio curricular y las condiciones concretas en que estudiantes y docentes viven, estudian, trabajan y habitan los centros educativos evidencian las aporías de nuestro debate educativo.

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A fines de 2004, próximo a volver a Uruguay, el maestro Miguel Soler Roca escribió una propuesta de lineamientos para orientar una acción educativa en la situación en que se encontraba entonces el país. El documento, titulado «Uruguay en emergencia socioeducativa», tenía diez objetivos:

«1. Llevar a cero por ciento el hambre infantil.

2. Llevar igualmente a cero por ciento la subescolarización en la enseñanza primaria.

3. Llevar a cero el analfabetismo puro o funcional entre los jóvenes.

4. Erradicar la ignorancia que padecen actualmente alumnos y docentes respecto a la historia reciente del país.

5. Eliminar las actuales barreras a la participación de la comunidad educativa en la conducción de la acción educativa.

6. Suprimir la pobreza extrema que hoy afecta a los servicios educativos, a los docentes y a los alumnos.

7. Reducir a cero, de inmediato, el endeudamiento externo para la atención de la educación general básica.

8. Erradicar de los procesos educativos toda forma de discriminación, en particular la de género.

9. Suprimir las actuales indefiniciones respecto a la política a aplicar en la educación pública.

10. Liberar al cuerpo docente de toda manifestación de cansancio moral, desaliento o falta de motivación».2

Como decía Mark Twain, «la historia no se repite, pero rima».

1. Antonio Romano, «Un nuevo pacto laico, a la uruguaya», en Pablo Martinis (coordinador), ¿Se terminó el recreo? El proyecto educativo conservador, Sujetos Editores, Montevideo, 2021.

2. Miguel Soler Roca, «Uruguay en emergencia socioeducativa», Voces, n.º 18, 2005.

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