Gloria Levy (1934-2022): Algo muy personal - Brecha digital
Gloria Levy (1934-2022)

Algo muy personal

Aquello de «Se me ha muerto como del rayo Ramón Sijé», de Miguel Hernández, me viene a la cabeza cuando pienso en esta voltereta de la vida que nos dio Gloria, a sus eternamente jóvenes 88 años, por más que en Internet eran tres menos. Quién sabe. Quizás Gloria tenía alguna complicidad secreta que le permitió hacer ese sutil alarde de coquetería.

GENTILEZA DE LA FAMILIA

«Gordi, Alfredito, traeme el libro. Soy Gloria.» Eso sonó varias veces en el contestador de mi teléfono. Un contestador con un mensaje interminable, que he ido cambiando a lo largo del tiempo y por el que varios llaman para divertirse un rato. Pero esa voz de Gloire, como la llamábamos a veces, o la Emperatriz –porque ese touch of class lo tenía aunque estuviera de jogging y pantuflas–, reclamaba un libro que nunca le alcancé. Un libro que había separado de mi caótica biblioteca para trasladarlo tres cuadras, que eran las que separaban su casa, a orillas de la rambla sur, de la mía.

Y ese libro no era más ni menos que la vieja edición de Losada de las obras de Priestley, un inglés que supo tener su momento de fama y que en muchas partes del mundo suele ser revisitado. Gloria, con sus años a cuestas, tenía unas ganas locas de montar Ha llegado un inspector, que hace tiempazo no se da en Montevideo. Esas ganas locas que la llevaron en los últimos años de su vida a elegir la tarea y el sudor de la dirección de teatro, para despuntar su amor incondicional al arte que la marcó desde el inicio.

Pero Gloria supo hacer de todo. O casi todo. No voy a hablar de su trayectoria larguísima en radio y televisión. Seguramente, otros más viejos que yo, que los debe haber, tendrán más conciencia de sus éxitos como conductora y locutora. Tuve el placer de trabajar con ella en aquellos Sábados de Gloria radiales. Me aventuraba a las críticas de cine en ese programa cultural, que tenía el sello de difundir lo que hacían los artistas de estos pagos.

Fue abogada y ejerció durante mucho tiempo en el ámbito público y en el privado. Durante muchos años, en Secundaria. Tuvo su estudio célebre con otras colegas, allá por la calle Río Negro, en medio de una galería, el primer punto de reunión de unos críticos resistentes. Pero aquello era un medio de vida. Una forma de ayudar, también. A quien lo precisara, con sus consejos, con sus gestos solidarios, con sus ironías y sus observaciones divertidas, con sus convicciones políticas férreas.

Lo cierto es que yo conocí a Gloria en los ochenta. Y en particular en aquellos luminosos tiempos de la Asociación de Críticos de Teatro y la experiencia que nadie debería olvidar de las Muestras Internacionales de Montevideo. Gloria fue un baluarte de ese delirio que varios acompañamos, gozamos y sufrimos, año tras año, pagando deudas de las ediciones anteriores, armando abonos con taquillas interminables, negociando como podíamos –sin plata o con muy poca, todo era difícil– con elencos de primera línea, con maestros del mundo que llegaron a estas tierras y que influyeron en el ambiente, que también vibraba con cada edición, desde la platea, como guías, asistentes o en todos los rubros técnicos, que también daban miles dolores de cabeza.

Pero aquello, a pesar de los pesares, era una fiesta. Aunque no se durmiera. Aunque alguna gente terminara en el piso del cansancio. Porque lo sentíamos como una suerte de cruzada, sin altanería, con la satisfacción de aportar algo para el medio teatral que tanto amábamos y amamos. Cierto que con Gloria, Sergio, Yamandú, Nené, Rubén, Roger y la más que secretaria Marysol, entre otros compañeros, nos mandamos una patriada, una más de las quijotadas de la escena nacional. Con la diferencia de que había veces en que la quijotada no terminaba con un caballero andante colgando de unos molinos que veía como gigantes, porque, a la distancia, la sonrisa y el placer terminaban venciendo sobre las más crueles adversidades.

Y Gloria fue una bandera que estaba ahí, espléndida. Aunque le doliera lo que le doliera, aunque esos malditos temas respiratorios la tenían a veces a maltraer, si a la hora había una conferencia de prensa llegaba resplandeciente, con el maquillaje justo, el atuendo a la moda y revoleando las capas, mientras algún sombrero coqueto asomaba sin tapujos. No importaba que un rato antes, en el teléfono, dijera, casi sin voz: «No puedo moverme. No sé si podré ir». Ahí estaba brillando la Emperatriz, como si nada, como si toda aquella previa fuera una tragedia surgida de un breve sueño.

Cuando murió mi padre, que se durmió eternamente en una siesta del sillón del comedor, mi inexperiencia ante la muerte cercana me hizo llamar a Gloria. Y ella estuvo ahí, al instante. Cuando mi madre no despertó de su letargo nocturno, en medio de una paz preparada por varios días diciendo que mi padre la requería, Gloria también estuvo ahí, al firme. Solía decirme que era una suerte de hijo adoptivo. No sé. Un hijo medio boludo que no supo llevarle ese libro que tanto deseaba. O que la llamaba para desearle el feliz cumple número 88 y para decirle que en la quiniela ese número era soñar con el papa.

Tanto para contar de Gloire. Sus tiempos al frente de la Cofonte (Comisión del Fondo Nacional de Teatro), sus idas a ver teatro al interior, su nombramiento como ciudadana ilustre por la intendencia –que curiosamente no estuvo en su velatorio–, su incondicional amor al Teatro Circular, aquel de sus comienzos, pero también a todo el teatro de este tan ingrato Uruguay. Y si hoy muchos jóvenes y muchos que no lo son no se acuerdan de Gloria, piensen sin duda que se fue una mujer de armas tomar, tierna cuando quería, pero tajante cuando había que serlo. Divertida y protagonista indudable del lugar al que llegaba. Enamorada del teatro, del arte en general, del periodismo, de su marido Enrique, de su hijo Quique y de sus nietos. La amiga que estaba ahí cuando la vida lo requería. Y que, a pesar de las lejanías que uno provocaba por simple dejadez, siempre resonaba esa voz en el teléfono –de línea, porque odiaba el celular–, que terminaba con el «soy Gloria», como si pudiera ser otra. ¿Qué otra Gloria emperatriz podía haber en el firmamento nacional? Y se fue un sábado, día típico de función. ¿No se habrá quedado en la platea aferrada a la eternidad del instante, en ese mundo que era su inevitable destino?

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