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Alas de deseo

Buenos Aires vista, vivida, padecida por alguien que es un extraño moderado, un provinciano de provincia ajena, encuentra un oído sensible y rebelde que la escucha y la maldice mientras añora lo imposible, dejar una vez de ser un extranjero. Aquí se reseña “Provinciano” de Apegé.

El título –Provinciano– y la locación de lo narrado en la ciudad de Buenos Aires, parecen ubicar a este libro entre las nuevas crónicas urbanas, un género que actualiza en la posmodernidad el antiguo relato de viajeros. Es posible leer este segundo título de Apegé (Álvaro Pérez García) a partir de esa categoría y poner su relato en contigüidad con otras crónicas o diarios personales que dan cuenta de una estación pasada en alguna ciudad, en un registro por lo general antiturístico y alternativo de la experiencia urbana. La tapa de Provinciano reproduce un cielo estrellado como sólo los hay en el sur, aunque en la capital porteña se vea poco el cielo; estas estrellas están algo fuera de foco de modo que puede pensarse también en una vista nocturna de la gran manzana, en las luces del centro, que a un provinciano sólo podrán lastimarlo. Es posible entonces leer este libro como una crónica urbana un poco distópica, un poco marginal, cuando acabado todo territorio virgen así son las exploraciones. Como para dejarlo en claro, el relato arranca con la llegada del narrador y protagonista al puerto, camino a un hostel. En las no muchas páginas que siguen, transita barrios y calles, casas prestadas y piezas de alquiler, va a una manifestación y acaba en una fiesta; circula nómade con la conciencia y la voluntad confesa de decir la ciudad y, aun, de evaluarla ante sus lectores.

Buenos Aires vista, vivida, padecida por alguien que es un extraño moderado, un provinciano de provincia ajena, encuentra un oído sensible y rebelde que la escucha y la maldice mientras añora lo imposible, dejar una vez de ser un extranjero. “Siempre fantaseo que cuando camine y la iconografía política ya no me demande (o lo que es mejor, la olvide o ya no importe) al fin dejaré de ser extranjero o entraré definitivamente a una ciudad (a un país entero) que está oculto y esperándome tras la doble cara de Evita (la gran metáfora de las máscaras).” Hay en quien escribe una doble conciencia: la de vivir para escribir y la de dar testimonio de la ciudad. Pero no está dispuesto a investigar, aquí no está el periodista que escribió “Ciudad ocre” aunque escriba –por tramos– como él. Pero hay una intimidad con la ciudad, una entre muchas posibles, la más pobre y marginal, “la perturbadora de Once y la plaza Miserere”. Escribe sobre la ciudad que le ha tocado sólo por ser quién es: un intelectual autoexiliado, un gay sin domicilio, un hombre sin dinero, ni seguridad en una ciudad que sabe ser impiadosa. Tampoco esta versión fragmentada, nocturna, rota, interrumpida de Buenos Aires es, sin embargo, el último fin de esta escritura, sino la ambición de vivirlo todo, de decirlo todo. Menos un proyecto literario que el testimonio de un deseo en acción.

“Decirlo todo”, el lema que Apegé tomó para nombrar una segunda serie de crónicas en La Diaria después de “Ciudad ocre”, es en Provinciano como un programa de escritura que se anuncia explícito con esas palabras en más de una ocasión. Se trata de un compromiso con la verdad. Cuando el asunto de la sinceridad ha devenido una antigualla en la teoría autobiográfica y la verdad no integra ningún orden en los estudios literarios, Apegé la enarbola como su prioridad única, un atributo esencial de su literatura, tanto que, si no lo alcanza, habrá fracasado. Su desafío es nombrar el deseo que empieza por decir con pelos y señales una sexualidad transgresora y, a partir de eso, decirse sin concesiones ni excusas, sin eufemismos, sin dignidad. La sinceridad se vuelve desafiante y encuentra un valor en esa exposición. Al encuentro de la sordidez, el ridículo o la humillación, la escritura vive el mismo riesgo que exige el deseo expuesto, el sexo sin condón, y el que pide amor. Y, al igual que el personaje que se dice patético, feo, pobre, inadaptado, también la escritura encuentra orgullo en esa valentía y lo dice con algo de humor y ecos onettianos: “al menos escribo sobre mi propia mierda”.

En la mitad exacta de este libro breve, página impar número 31, Apegé escribe la más desnuda confesión de homosexualidad cuando con candor temerario pregunta por la impuesta diferencia entre el culo y el corazón.“Yo no sé cómo es para las mujeres, los psicoanalistas y los teóricos del sexo pero sé de la necesidad. Sé de la necesidad sexual como sé del hambre”. Pregunten, dice, a Reinaldo Arenas, a Perlongher, a Pasolini, “que en diferentes épocas y territorios escribieron con el culo los más bellos y combativos amores sociales”. En esa tríada transgresora se inspira y se da ánimo el que ahora escribe y antes vivió. Por eso aunque la voz que escuchamos en este libro no se diferencia mucho de las crónicas que Apegé comparte en la prensa y a pesar de los distintos tonos que ensaya y lo mucho que ve, este libro resguarda otra intimidad y continúa a Injuria. Al niño que fue y que creció en el campo vuelve sobre el final con palabras de turbulenta belleza para hablar de ese “cuerpo condenado que tiembla por otro desde que tiene memoria”, de ese deseo sediento que está en el origen y es el fin de su escritura.

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