En la edición de Brecha del 31-III-16 la economista Jimena Castillo, en su artículo “¿Recursos frescos o privatización encubierta?”, decía: “Utilizando la categoría de ‘acumulación por desposesión’, de David Harvey, se puede entender este mecanismo –el de la participación público-privada (Ppp)– como una forma de avance del capital sobre los bienes comunes, como podría ser el caso de la infraestructura pública. Esta modalidad de acumulación (…) es una de las características centrales de la acumulación capitalista desde los setenta”. Dada la importancia del concepto, es necesario detenernos en esta definición, y para ello tomaremos dos ejemplos (además del de las Ppp) para su mejor comprensión.
El geógrafo inglés a lo largo de su obra va definiendo el concepto de “acumulación por desposesión” como el proceso de expansión de la acumulación capitalista en territorios donde antes no lo hacía. Estos “territorios” no son tomados en el sentido geográfico (como nuevas áreas del planeta), sino que se refieren a actividades, recursos naturales, organizaciones e instituciones que originalmente no estaban pensados para intercambiarse en el mercado.
Para ejemplificar este concepto se pueden tomar las palabras de Marx, que explicaba el origen del sistema capitalista como el paso de bienes y servicios, destinados para la satisfacción de tales o cuales necesidades, a su constitución como mercancías. Es decir, ahora se producen pero para ser vendidos en el mercado, no para satisfacer la necesidad de nadie en particular.
La tesis de Harvey es que el capitalismo agotó las posibilidades de reproducirse tan sólo por la reproducción ampliada, es decir, produciendo las mismas mercancías o actuando dentro de las mismas esferas. Por ello cobra cada vez mayor importancia la acumulación por desposesión como forma de reproducción del sistema capitalista contemporáneo.
Esta forma de reproducción acarrea efectos que son de gran importancia para la humanidad, y en muchos casos implican un retroceso civilizatorio de grandes proporciones. Para ilustrar este concepto miremos dos ejemplos que, si bien ilustran a cabalidad esta categoría y nos alertan de los peligros del avance del capital mediante esta forma, no tienen la misma importancia en términos del retroceso civilizatorio, así como no tienen el mismo peso moral en cuanto a su ética.
En 1997, en el marco de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, se firmó un acuerdo internacional llamado Protocolo de Kyoto. Su objetivo es disminuir las emisiones de dióxido de carbono en los países industrializados. Entró en vigencia en 2005 y no ha sido firmado por el principal emisor de dióxido de carbono del mundo: Estados Unidos. Establece tres formas de reducir las emisiones de gases de efecto invernadero, sin embargo nos centraremos en una: la creación de mercados de carbono. El protocolo establece una cuota de emisión permitida para cada país, otorgada en forma de bonos intercambiables. En otras palabras, cada país recibe papeles que establecen el derecho a emitir una cantidad de dióxido de carbono. Estos bonos tienen un precio, por lo tanto, países que tienen menores niveles de contaminación pueden “ahorrar contaminación” y vender sus bonos a otro país que necesite cuotas extras de polución porque su estructura productiva (cosas que produce con cierta tecnología, basada en una matriz energética particular) lo requiere para mantener el nivel de actividad económica máxima posible.
Tomando una perspectiva pro-mercado, podríamos encontrarnos ante una sabia forma de atender un problema acuciante, como el cambio climático. Frente a un problema real y urgente, se toma una medida pragmática para mantener con vida las relaciones capitalistas de producción. Pero según la perspectiva de Harvey, se está parcelando el ambiente y creando un mercado del aire y del derecho a la contaminación inexistente hasta la puesta en marcha del protocolo. Más allá de la efectividad de los mercados de carbono para combatir el cambio climático (sobre lo cual parece no haber consenso), es necesario remarcar el hecho simbólico de la mercantilización del aire, el ambiente y la vida.
Este ejemplo nos ayuda a acercarnos a la importancia que este concepto tiene para entender nuestra actualidad. Sin embargo, tal vez sea necesario utilizar otro, más actual y por cierto más desgarrador, para explicar más claramente la importancia de esta nueva forma de acumulación.
En el marco de una crisis humanitaria que tiene su principal causa en la guerra de Siria, desde 2015 más de un millón de personas han intentado refugiarse en Europa ingresando por las costas de Grecia. Ante la negativa de los países de Europa de recibir el contingente de refugiados, se ha firmado el 4 de abril un acuerdo entre la Unión Europea y el gobierno de Turquía que establece que se enviarán a este país todos los refugiados que sean considerados ilegales. Su legalidad depende de un proceso que ha sido puesto en duda por organizaciones como la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados y Amnistía Internacional. El envío de los refugiados “ilegales” a Turquía (que ya alberga a 2,5 millones que no pudieron llegar a Europa, y que no es considerado territorio seguro para ellos) se hará contra el pago de una ayuda económica de 3.000 millones de euros, el primer año, y que en total puede llegar a ser de 6.000 millones de euros en 2018.
Otra vez podemos hacer el mismo ejercicio y ver esto tan sólo como una solución pragmática a un problema urgente. Como Europa “no puede” recibir más refugiados, cierra sus fronteras y coopera financieramente con el país que los alberga. Desde otro punto de vista podemos afirmar, como decía Pablo Iglesias en la sesión del Congreso español del 6 de abril: “Ustedes han puesto precio a vidas humanas: 3.000 millones de euros a Turquía; eso es lo que valen las vidas humanas”. Y es que el hecho de negarl la ciudadanía o condenar a personas al infierno de los campos de de refugiados –que se encuentran en condiciones deplorables– a cambio de sumas de dinero no es más que la mercantilización de la vida humana.
En estos dos casos, las acciones tomadas son necesarias para el proceso de reproducción capitalista neoliberal. No es posible continuar produciendo sin tener en cuenta que la degradación del ambiente pone en peligro nuestra supervivencia como especie, pero tampoco es posible para el capitalismo parar su dinámica. La privatización y mercantilización de la naturaleza como forma de cuidar el ambiente es un movimiento para evitar sustituir el paradigma de producción y consumo capitalista mundial dominante. También es imperativo controlar las fronteras de los centros económicos para evitar que ingrese un contingente de personas mayor del que pueden absorber las estructuras del mercado de trabajo de los países centrales. Tener altas tasas de desocupación –o en términos marxistas un alto “ejército industrial de reserva”– puede ser beneficioso para el capital, pues ayuda a depreciar los salarios, sin embargo cuando este ejército es demasiado grande puede generar problemas sociales de difícil solución.
Los tres ejemplos enunciados, Ppp en Uruguay, Protocolo de Kyoto y el acuerdo UE-Turquía, comparten una premisa: parten de situaciones problemáticas que requieren soluciones. Esto no quiere decir que las tres puedan ser consideradas iguales desde el punto de vista ético –está claro que no es lo mismo la vida humana que la construcción de un hospital vía Ppp–, sino que son áreas donde no existía un mercado y el capital avanza y lo crea. Dice el dicho que de buenas intenciones está empedrado el camino al infierno; tal vez sea momento de preguntarnos si las soluciones pragmáticas sobre las que podemos influir no tienen detrás una lógica que signifique la degradación de nuestra vida, en el presente o en el futuro.
* Economista. Integrante de la cooperativa Comuna.