«Nunca más voy a salir de acá, ¿no?», le pregunta Olga a su hija, a la que hace ocho meses ve a través de un vidrio. Cada domingo, al terminar la visita, se despide llorando y lanza la misma queja: «Parece que estuviéramos presos». Hace poco más de dos años que vive en un residencial para personas mayores. Es autoválida, pero sus caderas gastadas y su apartamento en un tercer piso por escalera se volvieron incompatibles. Fue entonces que, tras una caída tonta que la obligó a guardar quietud, decidió que ya no quería molestar a sus hijos cuando se enfermara y que lo mejor era mudarse a una de estas casas, donde estaría atendida y, además, en compañía de otras personas en su situación.
En los residenciales hay de todo: personas en total dependencia (mental o física), otras con movilidad ...
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