Una niña de 9 años podría ser la anfitriona de una piyamada, o quien le enseñe a un compañero de escuela cómo hacer un truco con el spinner, o le explique cómo convertir las fracciones en decimales. La que aprenda quiénes eran los charrúas, a identificar el diptongo o los puntos cardinales. La que memorice la tabla del siete o un poema para recitar en clase. La que desee ver una película en el cine o comience a leer sus primeras novelas. La que tenga, entre sus mayores desvelos, terminar con una cantidad excesiva de deberes para salir a jugar y contar cuántos días faltan para celebrar su cumpleaños.
Nunca debería ser objeto de abuso sexual. Pero lo es. Porque puede serlo. Se trata, como en la mayoría de los casos registrados en niños, niñas y adolescentes, de situaciones “crónicas y recurrentes”, perpetradas por familiares directos o personas que integran su núcleo de convivencia (93 por ciento) y que suelen ser varones (96 por ciento).1 Sin embargo, casi la mitad de las víctimas no visualiza en ellos a un agresor sexual ni reconoce en las diversas formas de abuso un tipo de violencia.
Mientras usted está leyendo esto hay otras niñas de 9 años que están siendo abusadas sexualmente por un hombre adulto de su confianza, pero desconocen que éste está incurriendo en conductas delictivas y lo callan porque creen que esto está permitido en su cuerpo. Y lo está.
El violador de Valentina Walter, como tantos otros,“sintió el deseo de tener relaciones con ella y simplemente lo hizo”,2 con la complicidad de otro varón. Luego, como la niña no estaba dispuesta a callar, la mató a golpes y la ocultó debajo de unas piedras, entre la mugre. Simuló colaborar en su búsqueda durante tres días, hasta que confesó. Lo insoportable de esa violencia extrema hizo que muchos cobijaran el deseo de linchar al femicida. Hubo quienes lo expresaron públicamente, y otros, detrás de un vallado de contención dispuesto en las afueras del juzgado de Rivera, pidieron a gritos “justicia por mano propia” en medio de incidentes donde hubo pedreas y enfrentamiento con la Policía.
Ayer, mientras estas líneas terminaban de escribirse, la pena de muerte y la cadena perpetua eran los castigos más reclamados en las redes sociales para el asesino de Brissa González. La niña de 12 años desapareció el lunes en la zona del ex Cilindro Municipal cuando caminaba hacia la escuela, y fue encontrada atada de pies y manos en el quilómetro 32 de la Interbalnearia. El sospechoso, en prisión preventiva, está acusado por el fiscal Juan Gómez de secuestro y homicidio, y se esperan las pericias para confirmar abuso sexual.
VIVITO Y COLEANDO. A ese monstruo que desahucia lo hospedamos todos. Ese monstruo bien comido es alimentado diariamente por nosotros, muchas veces desde la ignorancia o la incomprensión. Cuando toleramos otras formas de violencia de género menos bestiales. Cuando la advertimos, pero mejor no nos metemos. Cuando escuchamos los relatos de quienes no callaron, pero los ensombrecemos con las dudas, los relativizamos o los minimizamos. Cuando pensamos que las adolescentes querían obtener “dinero fácil” y hacemos desaparecer de la escena al explotador sexual. Cuando las culpamos por andar ebrias, drogadas o alegres en lugares oscuros e inapropiados. Nuestra tolerancia y nuestra inacción envalentonan al monstruo y su impunidad crece.
Los legítimos y comprensibles sentimientos de conmoción, angustia, miedo, impotencia y enojo que nos provoca el horrendo final de la vida de Valentina, no le restan confort al monstruo. Episodios como éste, que desenmascaran las dimensiones del leviatán, deberían apartarnos de lo pasional y conducir nuestro accionar.
Ese monstruo seguirá siendo invencible si le atribuimos un lugar completamente ajeno a nuestras prácticas cotidianas y a nuestros propios discursos. Si la educación sexual no deja de ser un tabú que impide a los adultos hablar sin eufemismos y a los niños reconocer que hay “mimos” que no deben aceptar y “secretos” que no pueden guardar. Si no intentamos deconstruir las violencias y los estereotipos naturalizados y perennes en nuestros árboles genealógicos. Si la crianza de nuestra descendencia continúa siendo monocolor, rosado o celeste, y no enseñamos que los cuerpos, el propio y el ajeno, se respetan y que amar no es apropiar. Si cada quien, desde las prácticas laborales o profesionales, que en muchísimas ocasiones representan una institucionalidad, no riega su retoño. O también si no aparece el presupuesto necesario para implementar la ley integral contra la violencia basada en género (que recibió media sanción la semana pasada) o no se mejoran algunas prácticas judiciales.
Está en nuestras manos, individuales y colectivas, dejar que este monstruo aciago nos interpele, y asfixiarlo. Hacer que podamos caminar hacia una sociedad donde los niños y las niñas de 9 años sólo tengan que preocuparse de jugar, crear y aprender las tablas de multiplicar. Donde la Conmemoración Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer de cada 25 de noviembre quede obsoleta.
Pero mientras sigamos nutriendo sus pilares sociales y culturales, este monstruo, el sistema de dominación heteropatriarcal, continuará siendo inexpugnable. Seguirá ahí, al acecho, aunque la justicia haga justicia y el femicida se pudra en la cárcel. Al monstruo podemos acabarlo entre todos: dejemos de abastecerlo. Dejemos, de una vez por todas, que ese monstruo comience a morir de inanición.
- Los datos citados corresponden al Informe de gestión 2016, del Sistema Integral de Protección a la Infancia y a la Adolescencia contra la Violencia (Sipiav).
- Declaraciones a la prensa de uno de los abogados de la familia de Valentina Walter.