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John Cage (1912-1992)

Abrirse a los mundos

Los 30 años de la muerte de John Cage y la oportuna edición en español de una selección de sus cartas son pretexto para hablar de este gran compositor estadounidense, el más transgresor de la historia de la música. Es inimaginable que alguien pueda llegar a superarlo: cuestionó los criterios estéticos y los procedimientos estructurales existentes (y luego la necesidad misma de estructuras), cambió los materiales de base para componer y para tocar, extendió los límites de la música y del arte en general, trastocó los roles del compositor, del intérprete y del público, rompió las convenciones de notación y los roles de la partitura y del concierto.

John Cage. JAMES FASER

Durante los años de formación de Cage, Estados Unidos seguía siendo considerado como una región provinciana en el ámbito de la música erudita, aunque su posición de emergente potencia económica mundial contribuía a la constitución de estructuras cada vez más sólidas. Varios jóvenes compositores pudieron ir a Europa a estudiar, y aún más importante fue la oleada de compositores europeos de primera línea que se refugiaron en Estados Unidos en busca de nuevos horizontes, como Edgard Varèse, o refugiados de la persecución nazi-fascista, como Arnold Schoenberg.

Los primeros impulsos musicales de Cage integraron tendencias culturales muy difundidas que, en general, derivaron en músicas muy distintas a las que terminó haciendo. Por un lado, estuvo el nacionalismo: si bien Cage no tuvo mayor vínculo con la noción de patria y no tenía apego alguno por el folclore, tuvo un fuerte sentido de pertenencia con respecto a su tierra natal. Para él, la falta de arraigo en la tradición europea no era una carencia, sino la invitación a una visión fresca de los problemas y sus posibles soluciones. Sus años de formación fueron también los del auge de la tendencia musical objetiva, que rechazaba la búsqueda de trascendencia de la música germana del siglo XIX y se refugiaba en una intencional intrascendencia. Esa tendencia se venía encarnando mayormente en una música de corte neoclásico, apegada a la tonalidad y a los moldes formales establecidos. Si bien Cage se tiró a algo totalmente distinto del neoclasicismo, tenía en común con este el rechazo a la música como expresión personal y como acto comunicativo: la obra musical no es un vehículo de emociones, sino un objeto al que se da forma y que, luego, suscita determinado efecto sobre el oyente.

Nacido en Los Ángeles en 1912, Cage apenas estudió un poco de piano en forma diletante a partir de su pubertad. Sus primeros intereses fuertes fueron la literatura, la pintura, la arquitectura y las religiones. Fue recién en su viaje a Europa, con casi 18, que escuchó por primera vez a Bach, y al mismo tiempo tuvo un mínimo primer contacto con música erudita contemporánea (Stravinsky, Hindemith). Fue entonces que empezó a componer sin parar, basado, sobre todo, en su propia creatividad, inteligencia estructural, apertura mental y pragmatismo. De regreso a Estados Unidos, ya resuelto a ser un compositor, se esforzó por subsanar sus carencias de formación.

Nunca le interesó la armonía: su fascinación mayor era por la naturaleza misma del sonido, con una fuerte influencia de Henry Cowell y de Varèse. Observó que el dodecafonismo de Schoenberg contribuía a estructurar las notas, pero no contemplaba los ruidos y mucho menos el silencio. Empezó a trabajar entonces sobre distintas maneras de segmentar el tiempo. Siempre pragmático e inventivo, sin tener todavía quien tocara las piezas, armó un grupo aficionado de percusionistas con su esposa y amigos. Cage escribió en esa etapa composiciones a la medida de las habilidades musicales limitadas de esas personas, empleando como instrumentos algunos objets trouvés, como piezas de auto, latas de comida y juguetes, así como instrumentos africanos y asiáticos. No fue el primero en hacer alguna pieza de música erudita exclusivamente para percusión, pero sí lo fue en generar un cuerpo de obra importante para ese tipo de instrumental. Una gira californiana con ese grupo le rindió una pequeña fama. Poco después, empezó a desempeñar cargos en universidades como profesor o compositor en residencia.

Hacia 1939, le encargaron musicalizar un espectáculo de danza en un salón de la Cornish School. El lugar era demasiado chico, máxime que buena parte del espacio estaba tomado por un piano de cola: no cabía el grupo de percusión. Con su típico pragmatismo y apertura de espíritu, Cage encontró la solución de insertar objetos en el encordado del piano para indefinir o bañar en ruido las distintas notas, convirtiéndolo así en una compacta «orquesta de percusión» que él mismo podía tocar en solitario. Ese invento se llamó piano preparado y representó otro salto en la reputación de Cage, quien compondría varias obras para ese dispositivo. La tímbrica del piano preparado podía evocar el gamelán indonesio o algunos instrumentos africanos, pero, además de su peculiar encanto tímbrico, implicaba una intervención irreverente en la institución del «piano», el más central de los instrumentos occidentales.

Interesado en las potencialidades de la música electrónica, pero sin posibilidades de adquirir tecnología, empezó a incorporar hacia 1940 recursos electrónicos baratos pero creativos, como un tocadiscos con velocidad variable que le permitía, reproduciendo un disco de test que contenía una frecuencia fija, generar unos glisandos de «ciencia ficción». En 1942, su Credo in US incluyó un aparato de radio que debía ser encendido en momentos determinados de la partitura. Es decir, la partitura estipulaba precisamente lo que debía hacer el intérprete, pero el resultado concreto dependía de lo que se estuviera transmitiendo en ese momento. Fue el primer elemento de aleatoriedad en la música de Cage.

La idea de música aleatoria estuvo vinculada con su interés por el hinduismo y el budismo zen, y su rehusarse a que la música se vinculara con su yo. El acto de componer debía contener elementos independientes de la voluntad del compositor. A partir de 1951, empezó a hacer obras en las que las decisiones puntuales derivaban del juego de las tres monedas del I Ching, la práctica oracular china. Ninguno de sus trabajos adquirió una reputación más grande que 4’33” (1952). Es una obra para piano, pero que consiste en que el pianista se queda quieto y en silencio durante el lapso estipulado en el título. Es el colmo de la aleatoriedad: la obra consiste únicamente en el ritual, y todo el contenido sonoro es el que se produce o se deja oír en la sala de conciertos durante la ejecución.

La visita de Cage al curso de Darmstadt, Alemania, en 1958, «acometió las vanguardias europeas como si fuera una catástrofe natural», en palabras del musicólogo Carl Dahlhaus. Por unos cuantos años, cada músico pasaría a definirse en función de su posición con respecto a Cage. Por más imaginativos que fueran, los que rechazaban la indeterminación y la aleatoriedad se vieron en la incómoda posición de defenderse de un aura de conservadurismo. Fue el primer impacto realmente transformador de la música erudita americana sobre la música europea, y no solo sobre la música.

Las conferencias de Cage tendieron a hacerse menos teóricas y más ejemplares: muchas de ellas consistían en párrafos entreverados de conferencias anteriores y algunos fragmentos se superponían con música, de forma independiente de que se entendiera o no lo que decía. Todo estaba determinado por procedimientos azarosos, incluyendo detalles como tomar un vaso de agua o rascarse la nariz. Como era considerado uno de los compositores centrales de la escena de la música erudita en la segunda mitad del siglo XX, Cage recibió, a partir de 1960, un sinfín de encargos. Junto a composiciones de concierto dedicadas a instrumentistas virtuosos realizó varios megaeventos en distintos lugares del mundo. Por ejemplo, su HPSCHD, de 1969, para siete claves amplificados, 52 grabadores que reproducían sonidos generados por computadora, 6.400 diapositivas y 40 películas proyectadas en una pantalla gigante, fue apreciada y aplaudida por unas 6 mil personas en Urbana, Illinois. También escribió poemas, hizo películas y obras plásticas.

Escribir en el agua/Cartas (1930-1992). Recopilación de cartas de John Cage. Traducción de Gerardo Jorge. Caja Negra, Buenos Aires, 2021. 469 págs.

EL LIBRO

Este libro contiene una selección de la selección de cartas editadas en inglés en 2016 por Laura Kuhn, con el título The Selected Letters of John Cage. El volumen argentino traduce también las abundantes notas al pie de Kuhn, así como los textos de contextualización que encabezan las cinco grandes secciones que cubren, cada una, un período de aproximadamente diez años, en orden cronológico.

Soy fan de Cage de larga data, leí varios de sus escritos, conozco una parte significativa de su obra musical. Esta selección de cartas me sirvió para rellenar varios huecos biográficos y, además, para tener un mayor acercamiento a su personalidad. Fue una persona inteligentísima, querible y divertida. Me da la impresión de que el libro puede funcionar incluso como un primer acercamiento, gracias a la buena ayuda que implican los textos explicativos de Kuhn y Gerardo Jorge.

El contacto menos mediatizado con el artista, propiciado por sus cartas personales, siempre funciona como una especie de confirmación («eso pega perfectamente con la persona que hizo esas obras»). Ya en la primera carta, de 1930, en su primer viaje internacional, con 17 años, desde Argelia, Cage dedica varias líneas a contar lo maravillado que lo dejan los patrones de sellos multicolores que terminaban tupiendo el sobre de las cartas que recibía de sus padres, en la medida en que, a falta de conexión directa entre Estados Unidos y el norte de África, la correspondencia tenía que pasar por diversas oficinas de distintos países. Es el primer párrafo de la primera carta, y ya discernimos ahí su disposición a fascinarse con patrones que no fueron armados de manera expresa por nadie, sino que derivaron de una suma de casualidades.

Esa confirmación, sin embargo, suele ser parcialmente ilusoria, ya que lo que se va dando es más bien un proceso de sutiles reacomodos que agregan matices a nuestra percepción de la obra. La imagen más fuerte que me dejó la lectura de estas cartas fue la de una combinación extraña entre un trabajador abnegado y un hedonista. Dedicaba una cantidad insensata de horas a tirar las monedas del I Ching para arribar a cada nota de una composición extensa, pero también le encantaba comer, beber, cocinar (instaló una cocina profesional en su apartamento). Jugaba al ajedrez, le importaba vestirse bien y ponía tanta onda en arreglar su casa que venían a fotografiarla para revistas de decoración. Su interés en recolectar hongos lo convirtió en un micólogo aficionado, y ganó más plata respondiendo sobre hongos en un programa televisivo italiano que la que hizo con cualquiera de sus actividades musicales. Su enfoque de la composición era lúdico: las encendidas conversaciones sobre música nunca asumen un aire de «escribir sobre cosas importantes», sino que son cándidas, expresadas con palabras simples, a veces acompañadas de la explicación técnica de ciertos procesos. Alguien podría decir que es pueril, poco serio, decidir incluir un arpa en determinada obra porque esta fue concebida en un local que quedaba en la Rue de la Harpe, París, pero para él era un motivo como cualquier otro, y ni siquiera hablaba de eso consciente de que se tratara de una travesura.

Era una persona entusiasta, con una gran capacidad de asombro. Y era sumamente afectivo: abría el corazón de inmediato y dejaba trasuntar de manera tan franca el placer que sentía en el contacto con otra persona que ello tendía de inmediato a generar vínculos cercanos. Esto es algo que se extiende al lector de las cartas y que contribuye al disfrute de este libro. Son muy bonitas y tiernas sus cartas eróticas a Merce Cunningham, el bailarín por el cual se terminó separando de su esposa y que fue su compañero hasta el final, en un vínculo de casi 50 años.

Por otro lado, frente a cierta imagen pública de gurú zen abierto a aceptar el sonido que fuera, en las cartas vemos a un Cage con rechazos muy asumidos hacia determinados tipos de música, planteando con firmeza los motivos por los que juzga que determinada idea no es buena y rehusando en forma decidida, o incluso con un dejo agresivo y de sorna, a determinada persona o propuesta. Así, el libro contiene indicios interesantes sobre sus posiciones políticas, sobre varios compositores, sobre algunas de sus propias obras. En su movidísima carrera, Cage se vinculó con mucha gente interesante, y el volumen incluye cartas a varios grandes compositores (Cowell, Varèse, Boulez, Nono, Berio, Bernstein, Stockhausen, Schnebel, Nancarrow), a sus más notorios compañeros de ruta artísticos (Cunningham, David Tudor, Morton Feldman, Lou Harrison, Christian Wolff), a personalidades de otras áreas (Cummings, McLuhan, Duchamp, Octavio Paz, Yoko Ono, Murray Schafer, Augusto de Campos, De Kooning). Me resultó interesante y conmovedor ver una mención al pasar al compositor uruguayo Conrado Silva: está en una carta al crítico Peter Yates, y Cage recomienda que lo mencione como un fenómeno digno de atención. Esa carta es de 1966, cuando Conrado recién empezaba a destacarse en Montevideo, en una serie de espectáculos muy cageanos junto a sus coetáneos Coriún Aharonián y Ariel Martínez.

La introducción de Gerardo Jorge es inteligente y precisa. No conozco los originales en inglés de las cartas, pero el español de la traducción es fluido y agradable. Jorge parece tener propensión literaria y las poesías que figuran en la correspondencia están traducidas en forma poética y no meramente literal, respetando a rajatabla las reglas que Cage se imponía para sus mesósticos, una forma poética que él mismo inventó.

El volumen queda un poco empañado, sin embargo, por ciertas opciones de traducción algo bizarras. Está bien que Jorge o el editor hayan decidido dejar en inglés, eventualmente seguidos de traducción, los títulos de las obras de Cage: es la usanza en su caso, incluso en obras con designación neutral (Sonata for B-flat Clarinet Alone). Pero es un despropósito dejar en inglés Art of the Fugue para referirse al Arte de la Fuga de Bach, cuyo título original es en alemán. El procedimiento se extiende por todo el libro en cualquier título de obra, musical o de otro tipo, sin importar procedencia. Se ve que Gerardo Jorge, pese a su interés notorio por Cage, no es conocedor de música y tiene otros tipos de huecos. Traduce harpsichord (‘clave’ o ‘clavecín’) como «harpsicordio», término que no existe, o «clavicordio», que es otro instrumento. No traduce el nombre de las notas y deja como «C», «D» y «B bemol» lo que debería ser «do», «re» y «si bemol». La obra Ring Précis (‘Resumen del Ring’) aparece traducida como «Ring preciso». No traduce rabbi (‘rabino’) ni rainstick (‘palo de lluvia’). Son errores fáciles de percibir y que habrían sido subsanables con un poco de supervisión editorial.

Pero lo cierto es que, a pesar de estos detalles, se trata de una lectura memorable: son las palabras íntimas de uno de los más grandes compositores de todos los tiempos. A modo de muestra, cierro este texto, que es también una recomendación, con dos breves citas:

«Las definiciones son como la ley. Y al arte no interesa la ley; o si le interesa, es para volverse criminal; pero no le interesa», a Katherine Aune, 23-I-1979.

«Mi uso de operaciones de azar es tan estricto y disciplinado como la posición de loto en la meditación. Lo hago para liberar a mi obra de mi ego, o para abrir el ego al mundo exterior (y, con suerte, completar el círculo hacia el mundo interior)», a Gary Nargi, 6-X-1980.

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