La capacidad y la potencia colectivas que en los últimos años los feminismos han desplegado para visibilizar, nombrar e impugnar las violencias patriarcales no dejan de sorprender por su fuerza y continuidad entre los distintos territorios del mundo. Entre muchas cosas, nos han abierto un profundo y complejo debate acerca de qué hacemos y deseamos hacer una vez que logramos romper el silencio y exponer las violencias sufridas: ¿cómo reparamos, sanamos y desarmamos las violencias?, ¿cómo lo estamos haciendo y cuáles son nuestros horizontes políticos al respecto? Es un debate largo en el tiempo, que excede a los feminismos, y, si bien estos tienen mucho para aportar desde su lucha, es un tema que en Uruguay ha quedado en un rincón más bien invisible.
Como feministas y militantes por la memoria y la verdad, nos encontramos muchas veces en las calles exigiendo justicia, y esta –en general en nuestras sociedades– se traduce en el pedido de castigo y cárcel. Pero desde estas y otras luchas reconocemos la necesidad de impugnar las violencias en su carácter estructural, es decir, desarmar las condiciones que las hacen posibles, y sabemos, desde la experiencia, que el accionar judicial tiene muy poco que ver con eso. Poner en debate qué significa justicia para nosotras, para cada une, frente a estas violencias y a otras, desmenuzar su sentido, problematizar su versión estatal y su monopolio concreto y simbólico es entrar en caminos complejos, pero también urgentes y vitales para que el feminismo sea un proceso de transformación y no de persecución y castigo. Existe un acumulado histórico de colectivos y militantes, especialmente desde el afrofeminismo y los feminismos por la abolición del sistema carcelario, que desde hace muchas décadas vienen haciendo afirmaciones tan sencillas como interpeladoras: «El desafío más difícil y urgente hoy es explorar creativamente nuevos terrenos de justicia, donde la cárcel ya no sea nuestro eje principal».1
La lógica punitiva subyace a las formas en las que nuestras sociedades resuelven los conflictos, y podemos identificarla en diferentes espacios de la vida colectiva: en las acciones estatales, en lo educativo, en las familias y en nuestras propias relaciones afectivas, entre muchas otras. La consolidación continua de los Estados nación, con su mediación forzosa, es fundamental en la construcción de estas formas al cumplir con el objetivo de aislar a quienes no se adaptan o no pueden adaptarse a las normas sociales esperadas. El aparato que por excelencia encarna la lógica punitiva es el represivo estatal, con sus instituciones de privación de libertad. Las cárceles, como ya sabemos, pero muchas veces olvidamos, son espacios que solo aumentan la violencia social y que son habitadas por personas histórica y constantemente criminalizadas: pobres, afro, indígenas, trans, jóvenes. Que estos grupos sean los que sistemáticamente ocupan dichos lugares da cuenta de la función social que cumple el encierro.
En el caso de la violencia machista y patriarcal, las respuestas estatales son más que problemáticas. Las trayectorias de denuncias revictimizan y violentan a quienes vivieron las agresiones. La lógica judicial traduce las violencias como problemas de dos personas, reeditando la ya tan cuestionada distinción entre lo público y lo privado. Así, se opacan y postergan los abordajes estructurales mientras se crean cuerpos y subjetividades condicionadas a la división de roles que solo reconoce a víctimas y victimarios. El aparato represivo y judicial responde a la violencia patriarcal con violencia policial, reinstalando un círculo que no interrumpe, sino que retroalimenta las dinámicas que reproducen opresiones y desigualdades estructurales. En este sentido, y siguiendo a Ileana Arduino,2 el avance punitivo demora las transformaciones reales, por lo que no deberíamos alimentar esta maquinaria «sin saber que va a exigirnos ser buenas víctimas, dañadas, desvalidas, nada empoderadas, a veces solo estando muertas […], bien lejos de lo que necesitamos para que el “libres y vivas nos queremos” deje de ser consigna y sea una oportunidad diaria».
Desde este recorrido entendemos que, en tanto la capacidad de resolver nuestros conflictos y hacer justicia nos ha sido despojada y delegada a las instituciones estatales, buscar construirla colectivamente es un acto de recuperación y reparación de dicho despojo.3 Pero existe otra parte del problema, y es que la lógica punitiva no es exclusiva de las instituciones y los aparatos represivos. Por el contrario, retomando a Cuello y Morgan,4 es una lógica que configura y moldea todo un sistema cultural que se expresa e internaliza en todas y todos nosotros, y que clausura la capacidad de imaginar otras relaciones con el mundo. Esta lógica también moldea nuestras propias prácticas y horizontes de justicia, «fija las coordenadas de nuestra imaginación ético-política, hace posible determinados modos de resolución de conflictos en el interior de nuestros colectivos y nuestras redes afectivas».5
Si nuestro horizonte es reparar los daños y desarmar las relaciones de opresión que generan las violencias, parece urgente y fértil apropiarnos de nuestros conflictos, hacernos cargo colectivamente, pero también desbordar la razón y la sensibilidad punitiva. ¿Tenemos formas de enfrentar daños y violencias más allá de la lógica del castigo dentro de nuestros espacios y vínculos? ¿Podemos construirlas? ¿Qué tiempos y espacios encontramos para reflexionar e imaginar colectivamente? ¿Qué implica sanar y reparar? ¿Reconocemos la dimensión colectiva del daño? ¿Cómo y quiénes nos responsabilizamos por los daños? ¿Si no hubo cárcel o expulsión, sentimos que no pasó nada?
En la búsqueda de caminos más propios y autónomos, la herramienta del escrache y de la expulsión se han desplegado como dos estrategias claves de nuestras políticas feministas para enfrentar daños, violencias y abusos. Retomando a Vir Cano, los escraches aparecen como una forma individual y colectiva de poner en palabras y elaborar las heridas silenciadas, una herramienta y un saber autogestivo para intentar prevenir y abordar los daños. Pero también ponen a rodar un dispositivo que individualiza una responsabilidad que, aunque diferenciada, es colectiva.
Reconocemos, entonces, la estrategia del escrache como parte de un proceso largo de apropiación colectiva de las respuestas a la violencia patriarcal, que tiene sus potencias, límites y complejidades. Deseamos superar la discusión escrache sí o escrache no para cambiar el foco a lo que ocurre antes y, especialmente, después. A partir de las últimas oleadas de escraches en Uruguay, los colectivos han desplegado diferentes acciones, como la expulsión, el pedido de explicaciones, reuniones de mujeres y varones separadamente para encarar las violencias cotidianas, talleres sobre violencia y género, la búsqueda de apoyos externos, entre otras tantas. La expulsión, sin embargo, aparece muchas veces como la respuesta más habitual. En este sentido, Cano plantea que, justamente, como «sabemos de los efectos devastadores que una pedagogía de la vergüenza y el exilio inflige en las personas», necesitamos problematizar tanto la responsabilidad individual y colectiva como la eficacia del escrache y la expulsión «en términos de una tecnología del exilio y la segregación virtual pública».
¿Puede la expulsión de determinadas personas convertirse en una invitación a su transformación y la de sus violencias, o nos encontramos reeditando la función de la cárcel para la desaparición social de esa persona y sus acciones? ¿Cómo dialoga la expulsión con la responsabilidad colectiva, así como con el daño colectivo? Nuestra invitación es a criticar en profundidad y a repensar nuestras acciones. Es que construyamos el tiempo y el encuentro para imaginar y ensayar otras posibilidades y caminos, que problematicen las perjudiciales soluciones que se nos ofrecen y que partan desde nuestras propias claves y deseos.
Aprendimos que para encontrar inspiración y experiencias de formas antipunitivas no es necesario ir muy lejos, puede alcanzar con mirar hacia los costados y hacia adentro. La justicia transformadora y el abolicionismo penal tienen mucho para enseñarnos sobre cómo construir alternativas, poniendo la vida en el centro y apostando a la transformación radical de las condiciones opresivas en las que surgió la violencia. El desafío implica desarmar las dicotomías entre castigo e impunidad, entre lo inmediato y lo estructural, y la lógica esencialista que subyace a la antítesis acrítica entre víctima y victimario. Como parte de una producción colectiva y feminista de justicia, estas propuestas nos invitan a incorporar a nuestros abordajes de la violencia la sanación y la reparación del daño de la persona sobreviviente y de la comunidad, la asunción de la responsabilidad por parte de la persona que agredió, el reconocimiento social de la violencia y el ejercicio constante de la construcción de memoria.
No es ni ha sido fácil plantear(nos) estos cuestionamientos en nuestros colectivos ni sostener espacios para ensayar otros caminos. Nos duele, nos incomoda y muchas veces nos sentimos atrapadas, sin alternativas posibles. Pero necesitamos hacernos estas preguntas, y esto requiere tiempo y trabajo colectivo. En palabras de los feminismos por la abolición del sistema carcelario, necesitamos respuestas comunitarias frente a la violencia sin llamar a la Policía, y, «por definición, esto requiere revisión, experimentación y compromiso, no simplemente la ausencia o la remoción de policías o prisiones».6 Parece necesario seguir cultivando el encuentro y la creatividad radical para volver a imaginar no solo la justicia, sino también los feminismos y sus horizontes.
- Angela Davis, ¿Son obsoletas las prisiones?, 2003.
- Ileana Arduino, «Feminismo: los peligros del punitivismo», 2018.
- Alicia Hopkins, «Hacia una justicia feminista. ¿Cómo pensar la justicia que queremos en procesos de ruptura, conflicto y violencia entre nosotras?», 2021.
- Nicolás Cuello y Lucas Morgan, «Una posdata sexual sobre las culturas del control», 2018.
- Vir Cano, «Afecciones punitivas e imaginación política: des-bordes de la lengua penal», 2020.
- Angela Davis, Gina Dent, Erica Meiners y Beth Richie, ¡Es ahora! Feminismos abolicionistas del sistema carcelario, 2022.