—¿Cómo fue tu acercamiento a la música?
—Mi madre tenía un taller de plástica, mi padre hacía esculturas en hierro. Tengo el recuerdo de escuchar discos y esa sensación de querer hacer algo parecido. Mi madre tenía el Unplugged de Charly, el Clandestino de Manu Chao. Mi viejo escuchaba más jazz; siempre tuve música en casa. Por eso hice una banda cuando era niño, tenía 10 años. Se llamaba El Bife de Dinosaurio.
—¿Y vos tocabas?
—Yo cantaba, y también escribía bastante. Un primo tocaba la viola criolla y otro tocaba unas cacerolas. Hacía letras copiando El Cuarteto de Nos, letras políticamente incorrectas que decían malas palabras.
—¿Cómo aparecía el impulso de escribir?
—Eso lo tuve desde antes que el impulso de hacer música. Vivía para escribir. Para la gente que no tiene familia de músicos, hacer letras está más cercano del lenguaje universal.
—¿Escribías en verso?
—No, escribía cuentos. La música después trajo algo poético, pero nunca fui de escribir poesía. Me gustaba cantar y tocar con mis primos. Mi primer profesor de guitarra fue un vecino, y después empecé a tomar clases con Mandrake [Wolf].
—¿Cómo fue esa experiencia?
—Rara, porque no fue a mí que se me ocurrió ir, sino a mi vieja. A ella le gustaba Mandrake y le pareció una buena idea que yo fuera. Tenía 10 años, era un púber, la primera vez estuve todo el tiempo aguantándome la risa. Pero entablamos una relación muy sana. Yo era recolgado y no aprendía mucho, o sea, no estudiaba metódicamente. Era algo más a lo que me mandaban, como iba a la escuela y al club. No era tampoco una actividad que yo eligiera, ¿viste? Y él me puteaba. Tampoco entendía qué hacía yo persistiendo en eso, aunque la pasábamos bien, conversábamos sobre cosas interesantes. Hubo algo en ese acercamiento con alguien que siente tanta pasión, como una transmisión de sentido. Me preguntaba qué música quería escuchar o quería sacar, y yo iba y le pasaba un tema de los Black Eyed Peas, ¿viste?, y él me quería matar. Yo qué sé, le pasaba Gorillaz y él me decía: «Esto no tiene guitarra, o sea, ¿qué querés tocar?». Llamaba a mi vieja y le decía: «Te estoy robando la plata». Pero nos juntábamos y escuchábamos discos, y en cierto momento sí me enganché, porque me gustaba que él me mostrara lo que para él era la música.
—¿Y cómo empezó la inquietud de componer?
—Más o menos a los 15, después de dejar con Mandrake, me encontré con la guitarra y con la canción desde un lugar más autónomo. Otro referente de esa época fue Carlos Casacuberta. Es padrino mío, porque es muy amigo de mi madre, y para un cumpleaños me regaló una tarjeta de sonido. Y con eso y un micro empecé a grabar cosas, jugando. Y entonces surgió la idea, en función de esos temas que estaban grabados, de hacer una banda con gente del liceo. Se llamaba La Misma Suerte y tocamos juntos diez años. Fue como una especie de escuela, nunca tuvimos esa presión del éxito. Fue más un proceso de superación.
—¿Qué es la presión del éxito?
—Lo digo en un sentido publicitario. En vez de concentrarte en mejorar musicalmente, concentrarte en que más gente te escuche, sin que te preocupe por qué medios llegás a eso.
—¿Y qué era para vos mejorar musicalmente?
—Ponerme en situaciones incómodas, conocer nuevos ritmos, intentar tocarlos. Un día, por ejemplo, me acuerdo de que Rito [Felipe Ritorni], el batero, nos mostró Opa. Y eso fue todo el ensayo, escuchar Opa, bailar un poco. Tampoco digo que esa sea la mejor forma de aprender a hacer música. O sea, si querés tener una banda de pop, obviamente no es una buena idea. Pero en ese momento fue muy sustancioso.
—¿Y vos eras el compositor? ¿Cómo fue el proceso de habitar ese lugar?
—Sí, para mí era bastante natural. Trataba de que mis ideas se vieran reflejadas en el resto. Y ahí iba viendo qué funcionaba y qué no. Era ensayo y error, componer y descartar. Hicimos como 40 temas y grabamos dos.
—¿Y estudiabas composición o era todo intuitivo?
—Era intuitivo, o sea, estudiaba composición mediante otras canciones. Sacaba temas y de ahí robaba cosas. Pero no estudiaba composición en el sentido académico de la palabra.
—No estudiaste en la universidad.
—Sí, después estudié en la universidad. Pero tampoco estudié composición, estudié guitarra. De hecho, sigo usando ese método hasta hoy, estudiar piezas minuciosamente y de ahí traer cosas para ver cómo resultan.
—¿Y estudiar ayudó?
—Sí, pero siempre lo sentí como un suplemento. Estaban mis amigos, la música nueva que me pasaban y de la que iba chupando, y por otro lado la Escuela Universitaria de Música, que me daba herramientas. Pero no era que la cosa empezaba o terminaba ahí. Siempre sentí que a lo que aprendía académicamente tenía que darle otra vuelta para poder asimilarlo.
—En ese primer tiempo de componer, ¿cuáles eran tus influencias?
—Empecé, como creo que muchos adolescentes de esa época, influenciado por el rock de los dos mil. Escuchaba mucho Gorillaz, Green Day. Después fui destrabando nuevos gustos, nuevas formas de escuchar. Y eso también tuvo que ver con juntarme con gente que tocaba y que era apasionada por la música. Los Red Hot Chili Peppers, aunque son yanquis y todo, fueron mi primer acercamiento al funk. Entonces ahí ya hubo un sentimiento rítmico distinto. Tenía 16, 17, por un año no escuché otra cosa, estaba todo el día escuchando a los Red Hot en un sentido medio fanático, en plena testosterona púber.
—Pero soltaste tu mano derecha.
—Claro. De repente estábamos tocando funk y naturalmente sentí que estábamos en algo más interesante. Igual estaba un poco embobado con eso, ahora siento como si se hubieran aprovechado de mi sensibilidad de adolescente. Aunque lo agradezco, porque afloraron cosas que ahora pongo en otros lados. Pero también pienso «pah, estuve pila de tiempo rindiéndole culto a gente que en realidad no me identifica, queriendo ser inglés».
—¿Y cómo fue el proceso de encontrarse con la música de acá?
—Un día Rito cayó con la idea de tocar candombe, fue un maestro importante, tiene esa personalidad. Quizás en general los bateros se dejan llevar más por lo que traen otros músicos, pero él nunca funciona de esa forma. Y la banda tampoco. Había mucha autocrítica.
—Me interesa ese tránsito de llegar al candombe mediante el funk.
—Sí, eso es un poco triste en realidad, que hayamos tenido que llegar al candombe mediante el funk. Claro, de chico escuché mil comparsas, pero no tenía ese interés en la adolescencia. Pero, bueno, son dos músicas negras que pueden combinarse. Entonces empezamos a escuchar Opa, lo viejo de Rada, El Kinto. Y después generábamos respuestas a eso que escuchábamos.
—¿Y cómo surgió el proyecto solista?
—Con la banda creamos el Jacinto, un espacio con un estudio y una sala propios al que también, por afinidad y de manera natural, se fueron sumando otros músicos y músicas: Mansalva, Animales de Poder. Gente que se arrimaba porque nos conocíamos, veíamos que estaban haciendo cosas copadas y decíamos «vengan, si quieren grabar algo, es acá». Y ese espacio terminó siendo fundamental, un caldo de cultivo creativo y de encuentro. En ese momento la banda estaba tocando poco, ya estábamos en crisis y yo tenía la necesidad de registrar nuestras canciones, además de que ya tenía algunas que eran solo mías. Pocos cables, mi primer disco, nació de esa necesidad de registro. De hecho, hay una canción que la siento, antes que nada, como una canción de La Misma Suerte. Se llama «Huye de tu casa» y me llevó mucho trabajo sentirme bien con la nueva versión, trabajarla para generar algo distinto.
—Y ahí empezaste como solista.
—Sí, puse que era un disco de Pascual Márquez, después lo presenté y lo toqué. Tuvo poca repercusión en el sentido de cantidad de gente que lo escuchó, pero mucha en lo que significó para algunas personas. Gente que me decía «lloré todo el día con esto, no lo paro de escuchar». Un amigo se hizo una pilcha que decía «Huye de tu casa», se fue de la casa y estuvo como 20 días sin volver. Eso es emocionante. Me estimula a seguir haciendo cosas.
—¿Y en lo letrístico? ¿Cómo fue el proceso de tu lírica?
—La lírica la tengo en un lugar más natural que la música. Como escribo desde chico, en la lírica hay algo más automático, sé que va a resultar, a derivar en algún lado. Cuando tengo un par de ideas, sé que eso puede desencadenar en otras, como una especie de efecto dominó.
—¿Y cómo registrás esas ideas? ¿Cuándo vienen?
—La música viene con la letra, o incluso viene antes. Hay algo en la fonética que es importante, la primera impresión que te da escuchar una palabra, una frase junto con cierto acorde, con cierta métrica. Y por eso es tan interesante escribir canciones. Porque vos podés escribir una buena letra de canción, pero que sea una poesía horrible.
—Sin música no funciona.
—Es que no sabés bien qué funciona y qué no, es algo que nace del cruce de esas dos sonoridades, la música y la palabra.
—Tiene que ver con acentuar lo rítmico del lenguaje.
—Claro. Muchas veces siento que el fraseo rítmico más importante está en la melodía, y la base tiene que estar apoyando eso. Después trato de desarrollar ideas para que esa fonética vaya acompañada de algo más. Y a veces llego a eso y a veces no, depende. Pero no creo que una buena letra de canción tenga que decir algo interesante.
—No tiene por qué tener independencia de la música.
—No necesariamente. Tiene que funcionar en la canción. A veces funciona independientemente y a veces no, lo más importante es ese nexo.
—Tu lírica tiene un lenguaje muy cotidiano, coloquial. Cero solemne.
—Yo no pienso en hablar solo de lo que hay, de lo que me pasa, pero sí responder a un universo de cosas del cual estoy cerca. Lo urbano tiene sentido mientras yo viva acá, en Montevideo, no hay tampoco una afición a eso. Es lo que me toca.
—Pero la ciudad tiene una presencia enorme en tus canciones, hay ventanas, calles, ómnibus…
—Sí, sobre todo en el segundo disco. Reconozco que, en Balcones, en todas las canciones hay un espacio claro. Es un disco muy territorial.
—La ciudad es casi un personaje.
—Sí, bueno, y eso además potenciado por la casa en la que vivía en ese momento. Fue una continuación del Jacinto, muchos de nosotros nos fuimos a vivir juntos, buscamos una casa grande para alquilar y encontramos una en Ciudad Vieja. Y, claro, éramos seis personas conviviendo, pero además todo el tiempo estaba llegando gente porque había ensayos de danza, de teatro, de música. Fue un estímulo tremendo y una experiencia de vida enorme. Durante la pandemia fue un espacio de resistencia muy grande, un lugar muy permeable a lo urbano.
—La bohemia.
—Fueron años buenos. De establecer muchos diálogos con lo que viene de afuera. La vecindad, en su sentido positivo y negativo. Los vecinos nos querían matar [risas].
—También hay mucho contenido político en Balcones. Y es interesante cómo aparece la política, porque siempre está disfrazada de otra cosa.
—Siento que no es lo que se podría decir canción de crítica o canción de protesta, como en otras épocas. Es más una observación de lo social. Como alguien que va con una cámara y enfoca una cosa o enfoca otra. Y muchas veces eso resulta cómico.
—Es cierto que es descriptivo, pero pone el foco con cierta malicia.
—Sí, yo diría más con picardía que con malicia.
—Pero hay comparaciones que tienen malicia. Por ejemplo, decir que la crisis es como el «Himno nacional», que a nadie le importa, pero todos saben la letra. No es cualquier símbolo.
—No, seguro que no. Y también hay una conciencia de ver qué símbolos son interesantes de profanar, justamente porque son importantes. Pero más que nada creo que la crítica viene por lo que resulta jugoso para observar, más que decir qué es lo que está bien y lo que está mal.
—Está «18 POP», una canción muy cinematográfica.
—Sí, porque además es como transitiva, ¿no? Es un safari en el que el personaje primero va caminando, después se sube a un ómnibus y mira por la ventana.
—Pero la idea de un safari tiene que ver con observar la fauna.
—Y, sí, es una canción muy cínica. El personaje ve pobres, gente que está mal y ni se toca. Es lo que le pasa todos los días. Está en una especie de paisaje tercermundista en el que disfruta de lo que puede.
—¿Por qué leés eso como cinismo?
—El cinismo está en despersonificar las cosas, algo necesario para vivir en la ciudad. Lo identifico en mí, por ejemplo, cuando me meto en un bondi y no pienso en cada persona, es como si fuera una decoración. La canción viene de ese disfrute de pasear por 18 de Julio y ver esa decadencia, regodearse en eso.
—Claro, pero también puede ser una denuncia.
—Es, sí, al mismo tiempo.
—Hay mucho amor en el disco también.
—Sí. Hay tres canciones dedicadas a tres mujeres distintas. Una de desamor, «Distracciones», una que habla del amor en el momento en que está sucediendo y una sobre un amor fraternal que se ve como disipado en el tiempo, que se llama «Fractal de enero».
—«Distracciones» es increíble, un temazo.
—Yo estaba en Valizas en un momento medio extraño, porque por un lado estaba disfrutando de estar de veraneo y por el otro estaba haciendo un duelo, porque me había separado. Había idealizado la cosa, porque tampoco era una relación tan importante. Pero por eso dolía, porque no había sido lo que yo quería. Iba caminando por la playa y haciendo palmas en siete, y surgió el principio de la melodía. Por eso digo que lo fonético es tan importante, porque ya me sonó de una [canta y hace palmas]. «Amanecerá, y yo esperaré ver tu risa, pero me faltará…»
—¿Y por qué nombrás la esquina de Propios y Asilo?
—Era un lugar donde se hacían festibailes. Y, bueno, la canción nombra esas cosas que uno hace para distraerse del duelo: emborracharse, estar de resaca con un Perifar, coger con alguien sin que pase nada.
—También aparece varias veces en el disco la imagen de una amistad que es antigua, vieja, que se rompe y se recompone.
—En «Distracciones» es una metáfora medio suelta, pero «Tus queridos con tus juegos» es una canción que habla justamente de eso, de amistades y vínculos, de esa complejidad. De hecho, se forma como una especie de trabalenguas. Mientras el personaje intenta explicar, todo se vuelve tan engorroso que deja de entenderse lo que dice. Es la canción más rara del disco, en un sentido musical y también letrístico.
—Es un disco lleno de rítmicas diferentes, marcha camión, samba, rock, funk.
—Sí, el proceso fue muy sustancioso. Y muy caótico también. Muchos procesos creativos que se cruzaron, mucho tiempo de trabajo. En 2019 empecé a juntarme con Patuco López, de Salandrú, medio religiosamente, a las nueve de la mañana. Escuchábamos música y veíamos qué pasaba. De ahí, por ejemplo, salió «18 POP». En ese momento queríamos hacer un disco juntos, pero él estaba medio tomado por la composición del disco de Salandrú y por su disco solista, entonces nos dejamos de juntar. Pero fue ahí que Patuco me pasó un grupo de venezolanos que se llama Alzheimer, que no sé si lo conocés, es una demencia. Y, claro, todas esas músicas que escuchábamos exhaustivamente eran interesantes, músicas sorpresivas y también valientes en varios sentidos, en el rítmico también. El proceso siguió, pero quedó esa intención de lograr un entramado rítmico que respondiera al lugar que tenemos como latinoamericanos. Y al juego. La palabra que mejor describe el disco es esa, el juego. Después volví a juntarme con Felipe Ritorni y fue otro encuentro importante, establecimos un nuevo diálogo rítmico. Patuco y Felipe fueron fundamentales para que existan estas canciones.
—La amistad tiene un sentido en la composición.
—Poder jugar con alguien, confiar en esa persona es lo que te permite crear. El afecto es necesario para generar esos entramados. Y después Ritorni invitó a Felipe Giordano, que es un bajista muy bueno, y ahí terminamos de cerrar el trío y grabamos seis temas del disco. Balcones tiene dos partes, por un lado lo que grabó este trío en vivo y después otras cuatro canciones. Y está «Pereza», que sería como una categoría aparte. Simplemente pusimos unos amigos en el living y cantamos haciendo barullo.
—En ese tema se condensa el espíritu lúdico.
—Sí, también tiene el carácter medio viejo o retro de ser un bonus track. El tema que está pero no está, o que ya no importa mucho si suena bien o no.
—Eso es bastante refrescante. Es un tema donde la gente desafina en paz.
—¡Sí! Es que ese era el concepto, lograr algo medio expresionista.