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Interconectados, entrelazados, amenazados

Es la amenaza más importante que enfrenta la humanidad, y Uruguay no escapa a ella, aunque muchos no lo entiendan. Avanza poco a poco y, por ello, pasa desapercibida para muchos, al atender dificultades urgentes como el salario o la seguridad. Pero cada año la situación empeora, ya que las medidas que se han tomado hasta este momento han sido inefectivas para detener el deterioro. Alcanza a todos, en cada rincón del planeta, sin que nadie esté a salvo. Es la crisis ecológica.

Pastores andinos en el sur de Perú. EDUARDO GUDYNAS

Su gravedad es tal que muchos expertos sostienen que está en riesgo la continuidad de la humanidad tal como la conocemos. El deterioro ambiental tiene inmediatas repercusiones en la producción y las cadenas de comercialización de alimentos, en el acceso y la provisión de agua potable, en la extracción y el uso de hidrocarburos, y así en muchos otros sectores. La contracara de esa dimensión ecológica es siempre económica y, por ello, encierra todo tipo de intereses y juegos de poder.

Uruguay está atrapado ante esta situación. Por un lado, por sus propias responsabilidades que contribuyen a ese deterioro: aunque son pocos, también emite gases de efecto invernadero y no logra proteger adecuadamente a su fauna y flora nativas. Por otro lado, porque las consecuencias de un desplome ecológico lo golpearían duramente.

La política cotidiana, los estilos de gestión estatal y buena parte de las discusiones sobre la marcha del país tienen enormes problemas para lidiar con esta situación. La mayor parte de los actores políticos no asumen que los problemas ambientales determinarán las opciones económicas en el futuro inmediato. Muchos siguen atascados en creer en la excepcionalidad uruguaya, que nos diferenciaría de lo que ocurre en los países vecinos sudamericanos, y en que podemos esquivar los cambios ecológicos planetarios. Se practica, de esos modos, una política propia del siglo pasado.

En cambio, no hay escapatoria de la crisis ecológica. Estamos entrelazados con ella, en sus escalas planetaria, continental y local. De la misma manera, son procesos interconectados, en los que la debacle ecológica tiene serias repercusiones e implicancias económicas.

LOS LÍMITES PLANETARIOS

Para dejar en claro la situación que enfrentamos, es útil recurrir a la imagen de los umbrales planetarios, por debajo de los cuales nuestra vida es posible. Si se cruzan esos límites, comienzan las repercusiones negativas: algunas de ellas se podrán amortiguar, pero si se sigue avanzando, esas opciones también se perderán.

En los últimos años se ha trabajado en nueve dimensiones vitales para el funcionamiento ecológico del planeta: el cambio climático, el deterioro de la capa de ozono, la emisión de aerosoles en nuestros cielos, la pérdida de especies de fauna y flora, la alteración en los ciclos biogeoquímicos, los cambios en el uso de la tierra, la disponibilidad de agua dulce, la acidificación de los océanos y la contaminación por químicos, plásticos o muchas otras nuevas sustancias creadas por los humanos.

El más conocido es, probablemente, el cambio climático, que se debe a las emisiones de los llamados gases de efecto invernadero, como los que se originan con la quema de petróleo o carbón en motores. Su consecuencia es la subida, poco a poco, de la temperatura promedio del planeta, y cuando se cruza el umbral, se desencadena todo tipo de desarreglos, como excesos de lluvias en un sitio o sequías en otros, olas de calor extremo o duras heladas. No es posible indicar si un evento específico, como el déficit hídrico en Uruguay, se debe, efectivamente, al cambio climático y no a otras circunstancias. Pero es posible defender el argumento de que bajo el cambio climático la probabilidad de esos desarreglos aumenta y estos se vuelvan más frecuentes, que es, justamente, lo que está pasando tanto en nuestro país como en las naciones vecinas. Las consecuencias son inmediatas e impactan, por ejemplo, sobre la actividad agropecuaria, con la reducción de la productividad y la necesidad de asistencia financiera, o sobre las ciudades, cuando se compromete el acceso al agua potable. Todo esto, a su vez, tiene repercusiones económicas y políticas.

La comunidad científica ha alertado, una y otra vez, que la temperatura promedio del planeta no debe aumentar más allá de 1,5 grados para mantenernos dentro del contexto climático que conocemos. Allí se ubica el umbral en esta dimensión, y para evitar cruzarlo los países deben reducir sus emisiones de gases de efecto invernadero en forma drástica, incluyendo, entre otras medidas, moratorias a nuevas explotaciones de carbón o petróleo, o deteniendo la deforestación. Los gobiernos han asumido repetidos compromisos con esa meta, y Uruguay se sumó a ellos.

Pero, como acaba de anunciar el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente, tanto esas promesas como lo que realmente reduce cada nación son insuficientes. Todo indica que para 2030, en lugar de que se reduzcan los gases liberados desde chimeneas y caños de escape, estos aumentarán, en comparación a los volúmenes prepandemia en 2019 (en el que se superaron largamente los 55.000 millones de toneladas de carbono).

Se estima que ya se han violado seis de los nueve límites planetarios. Al cambio climático, se le suman la pérdida en la diversidad de especies vivas, los desarreglos en los ciclos biogeoquímicos (con el foco puesto en lo que ocurre con el fósforo y el nitrógeno), la alteración del agua dulce (que precipita, humedece los suelos y luego se vuelve a evaporar), los cambios en los usos de la tierra (por la artificialización del suelo) y una avalancha de sustancias sintetizadas que no existían en la naturaleza.

El único caso de éxito, por ahora, ha sido evitar la destrucción de la capa de ozono. Pero se estima que todos los demás umbrales serán violados en 2030. Todo indica que es inminente que se cruzará la barrera de acidez en las aguas oceánicas, lo que precipitará un cataclismo en la vida marina, con la desaparición de la mayor parte de los arrecifes de coral.

Debe entenderse bien que esta debacle ambiental no implica un colapso de un día para otro, sino que nuestros hijos y nietos deberán enfrentar un nuevo mundo, bajo otras condiciones ambientales que, para la mayor parte de la humanidad, supondrán riesgos y restricciones en asuntos tan básicos como acceder a alimentos y agua.

ESCALAS ENTRELAZADAS

Las fronteras entre los países se desvanecen, y lo que ocurre en alguna alejada región del globo termina afectándonos. Esto es evidente en el cambio climático, ya que los gases emitidos por China o Estados Unidos, los dos más grandes responsables del efecto invernadero, producen cambios que golpean a otros países, desde las recientes devastadoras inundaciones en Pakistán hasta la sequía en Brasil.

Los ritmos por los cuales se destruye la naturaleza para extraer recursos naturales son también globales. China es hoy el mayor importador de recursos naturales no solo de Uruguay, sino de toda América Latina. La demanda global y la intermediación china han multiplicado la tasa de extracción de recursos mineros, petroleros y agropecuarios latinoamericanos para exportarlos a ese país y otras naciones asiáticas. Mientras que en la década del 60 se exportaban aproximadamente 156 millones de toneladas de recursos naturales hacia Europa occidental y Norteamérica, en 2016, China y sus vecinos compraban 527 millones de toneladas y se vendían al Norte industrializado 157 millones de toneladas. No solo se multiplicó la extracción de recursos, sino que China representa más del triple de lo que se exporta hacia Europa occidental y Norteamérica.

Estamos en un mundo muy distinto al que visualizaba la vieja política, aquella que criticaba a Estados Unidos o las potencias europeas. Lo que se decide en Bruselas o Washington sigue siendo importante, pero lo son todavía más las resoluciones del reciente congreso del Partido Comunista de China. Estamos ante relaciones desiguales, tanto en lo económico como en lo ecológico. Exportamos recursos naturales, que en Uruguay pueden ser soja o pasta de celulosa, comparativamente baratos, porque nosotros cargamos con los costos económicos, sociales y ambientales del deterioro que producen dentro del país. La propuesta presidencial de un tratado de libre comercio de Uruguay con China no implica frenar esa relación económica y ecológica asimétrica, sino que la reforzaría todavía más.

En la escala continental, el desempeño de los países vecinos también nos amenaza. La deforestación de la selva amazónica, que alienta Jair Bolsonaro, no solo destruye una de las más ricas reservas de biodiversidad del planeta, sino que altera los ciclos hidrológicos y la dinámica del clima sudamericano. La tala o la quema de esos bosques tienen consecuencias sobre toda la cuenca del Río de la Plata, como puede ser en su régimen de lluvias, y esos efectos nos alcanzan. Entrelazamientos análogos ocurren con los enormes incendios forestales en Bolivia, Paraguay y Argentina, que no solo emiten humos que a veces llegan a nuestro país, sino que afectan a esa misma cuenca.

Tampoco puede olvidarse que la cuenca del Río de la Plata recibe los efluentes urbanos de muchas de sus ciudades, los metales pesados de los desechos de mineras, o los derivados de sus agroquímicos, lo que desemboca en nuestro estuario. Aun más cerca, los efluentes del área metropolitana de Buenos Aires también se lanzan sobre las aguas platenses.

Eso hace inexplicable que el ministro de Ambiente, Adrián Peña, esté empeñado en un costoso proyecto de privados, pero financiado por el Estado, para tomar agua potable del Río de la Plata, como si todos esos riesgos ecológicos producidos por nuestros vecinos no existieran. Parecería que no se comprende ese entrelazamiento a escala continental. Al mismo tiempo, no pasa desapercibido que el Frente Amplio no coloca en primer plano una alerta por el riesgo ecológico de tomar esa agua para los montevideanos, por lo cual, con otra mirada ideológica, tampoco asume esta problemática ambiental.

COLAPSO CIVILIZACIONAL

La crisis ecológica nos llevará a un colapso civilizacional, según las Naciones Unidas. No hay ningún alarmismo exagerado, porque esta advertencia se repite desde otros ámbitos y perspectivas. Es que los desarreglos en procesos esenciales, como la provisión de alimentos o agua potable, desencadenarán protestas sociales, oleadas migratorias y, eventualmente, enfrentamientos entre países.

Eso explica una dura batalla que está en marcha en el seno de las elites empresariales y políticas. Se enfrentan los que desean mantener las estrategias capitalistas convencionales y quienes pretenden reformarlas para evitar, precisamente, ese colapso. Un ejemplo son los llamados al «reinicio» o «reseteo» del capitalismo lanzado por el foro económico de Davos, que defienden un Estado que intervenga en los mercados, el combate serio del cambio climático, la anulación de los subsidios a los hidrocarburos o la imposición de más impuestos a los más ricos. No lo hacen por solidaridad: entienden que bajo las prácticas convencionales se caerá en quiebres sociales que harán imposibles no solamente sus negocios, sino sus propias sobrevivencias. Las izquierdas, en cambio, todavía no logran organizar alternativas sustantivas, por lo cual quedan atrapadas en los debates entre distintas versiones del capitalismo.

En cambio, es desde América del Sur donde se vienen postulando y ensayando opciones de cambio, englobadas bajo los términos buen vivir, que buscan reencontrarse con la naturaleza mientras aseguran la calidad de vida de las personas. El desafío para nuestra política criolla está en nutrirse de esas discusiones, mirando más hacia nuestro continente y hacia nuestro terruño.

Un planeta enfermo

Cambio climático.  Como las emisiones de gases de efecto invernadero continúan aumentando, todo indica que no se cumplirá con el compromiso de evitar que el aumento de la temperatura planetaria supere los 1,5 grados en el futuro inmediato. Tampoco podría asegurarse la meta de cero emisiones netas en 2050. Por el contrario, llegaremos a 2,8 grados de aumento de temperatura, lo que significa el derretimiento de enormes masas polares, la elevación de más de 10 centímetros en el nivel de los océanos, unos 1.700 millones de personas padeciendo olas de calor extremo, 61 millones sufriendo sequías y una cascada en la pérdida de la biodiversidad. Muchas regiones se desertificarán y se modificarán severamente las áreas agropecuarias y la provisión global de alimentos.

Pérdida de la biodiversidad.  Aproximadamente el 77 por ciento de los espacios terrestres y el 87 por ciento de los océanos han sido modificados por los humanos, lo que desencadenó que se perdiera un 83 por ciento de la biomasa de mamíferos y la mitad de la vegetación original. El efecto sobre la fauna y la flora ha sido brutal; se presume que un millón de especies está en riesgo de extinguirse: un cuarto de las especies de mamíferos, el 13 por ciento de las aves y el 41 por ciento de los anfibios. Las áreas silvestres han sido deforestadas, convertidas a la ganadería o la agricultura o reemplazadas por ciudades. El 75 por ciento del agua dulce ahora se utiliza para la agricultura y otros fines humanos.

Plásticos y químicos. Se acumulan nuevos productos, sintetizados por humanos y que no existían en la naturaleza. Se producen 400 millones de toneladas de plásticos por año, se lanzan a las aguas de 300 a 400 millones de toneladas de metales pesados, solventes y otros derivados industriales, y los derivados de los fertilizantes contaminan ríos, lagunas y costas. Los derivados del plástico, convertidos en diminutas partículas, invaden el aire, los suelos y las aguas. Se considera que cada persona ingiere indirectamente más de 100 mil de ellos por día y ya han sido hallados en nuestra sangre. Lo mismo ocurre con otras sustancias: el agroquímico glifosato y sus derivados, de uso masivo en Uruguay y en otros países, han sido encontrados en alimentos, leches maternizadas, cervezas o tampones femeninos.

Economía verde

Desde las estrategias convencionales de desarrollo, responsables de la crisis ecológica, se insiste en apelar a distintos medios e instrumentos económicos. Es parte de la llamada economía verde, por la cual se pretende aminorar los impactos, pero no se acepta atacar las raíces económicas que desencadenan la crisis ambiental. Entre ellos están los intentos de incluir los ecosistemas o las especies dentro de los mercados, de manera que su gestión pueda servir al crecimiento económico. Otros apuestan a instrumentos económicos tales como tasas o impuestos, o a condicionar el desempeño económico a la gestión ecológica.

Uruguay, bajo el actual gobierno, ha dado dos pasos. El primero fue convertir parte del IMESI (impuesto específico interno) a los combustibles en un impuesto a las emisiones de carbono por quemar gasoil. Desde el punto de vista ambiental, no tiene efectividad y es, sobre todo, una medida publicitaria. Más recientemente se emitió un «bono verde» de deuda externa (por 1.500 millones de dólares), cuya tasa de interés depende de cumplir metas en mitigación del cambio climático. El problema es que el país no se compromete a bajar o detener las emisiones netas de los gases con efecto invernadero, sino a reducir su proporción en relación con el PBI. El ministro de Ambiente sostuvo que esto es un «punto de inflexión» en la gestión ambiental, pero, en realidad, es una jugada contable a la que apelan varios países para seguir emitiendo: si el PBI aumenta, el país podrá emitir más toneladas de carbono.

Alternativas

Estamos rodeados de opciones de cambio para permitir proteger nuestro patrimonio ecológico y, a la vez, asegurar la calidad de vida. Algunas están en marcha desde hace mucho tiempo y son vigorosas, como lo ilustran las prácticas de agricultura y ganadería orgánica en Uruguay. No dependen de agroquímicos, controlan biológicamente las plagas, regeneran los suelos, demandan una mayor mano de obra y proveen alimentos más sanos. Son opciones que, a su vez, son económicamente viables y que, en ciertos casos, sostienen relevantes corrientes exportadoras (como muestra nuestra ganadería certificada). No es que no existan alternativas viables: aunque estamos rodeados de ellas, en muchos casos, son negadas o combatidas desde el desarrollismo convencional, como justamente ocurrió con la agroecología bajo el presente gobierno.

Al mismo tiempo, está claro que los cambios necesarios para sanar al planeta no solamente pasan por nuevas tecnologías o diferentes gerenciamientos del desarrollo, sino por recuperar otras sensibilidades y responsabilidades. En ese esfuerzo, América Latina también ha ofrecido innovaciones tales como el reconocimiento de los derechos de la naturaleza, aceptados de distintos modos en Ecuador y Colombia, que se responden a cambios en la ética y la afectividad: entender que el ambiente y la vida no pueden ser mercantilizados, y que la justicia es tanto entre humanos como con la naturaleza.

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