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El lawfare crece en el escenario nacional

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El senador frenteamplista Charles Carrera. MAURICIO ZINA

La judicialización de la política (lawfare o guerra jurídica) como un fenómeno que afecta a las democracias ha sido denunciada por las corrientes progresistas y de izquierda, en particular en América Latina. Ese traslado del debate político hacia los estrados judiciales ha facilitado los llamados golpes de Estado «blandos», siempre que las denuncias, en su mayoría, han demostrado que no tienen más sustento que las sospechas o la necesidad de descalificar a los oponentes. Hay ejemplos abundantes en el continente. Los casos más sonados son el impeachment contra Dilma Rousseff, acusada de corrupción sin prueba alguna y hoy sin causas judiciales, y las acusaciones contra el expresidente Lula da Silva, que lo llevaron a prisión y lo proscribieron para la actividad política. Después de que se demostraron las irregularidades y las falsedades del pronunciamiento judicial, hoy Lula es el candidato que las encuestadoras brasileñas indican como favorito a ganar las elecciones del 2 de octubre en Brasil.

La paradoja de este proceso es que esa lógica tampoco parece ajena a la estrategia que la izquierda uruguaya desarrolla.

En varios trabajos publicados, el profesor y politólogo Óscar Bottinelli sostiene que el lawfare ocurre «cuando el sistema político no logra resolver dentro de sí el diferendo y lo traslada a la sede judicial; entonces usa la cancha del Poder Judicial para jugar al pimpón en lo que no pudo resolver por sí mismo». Lo cual, a su entender, aviva «el peligro de judicialización de la sociedad: todo lo que se diga es investigable por el Ministerio Público y potencialmente perseguible judicialmente, que cuando un actor público hable –que no tiene por qué ser necesariamente político– inmediatamente se diga que se va a investigar si en esas palabras no hay delito. En este sentido se está sintiendo desde muchos actores la necesidad de medir cuidadosamente las palabras que se usan al describir determinadas situaciones, porque, ¡cuidado!, se está hablando de la posibilidad de un delito y puede dar lugar a la intervención del Ministerio Público». Lo cual «puede ser también un limitante a la democracia, un riesgo a tener en cuenta».

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Si la política en esencia es la lucha por conquistar el favor de la opinión pública y su consecuencia es la conquista del gobierno o el poder, por medios pacíficos en nuestras democracias, la judicialización es un atajo para descalificar a quienes piensan distinto y alejarlos de la contienda democrática. A diferencia del pasado, las derechas (hegemónicas durante siglos en el continente) dejan de golpear la puerta de los cuarteles para otorgarle al Poder Judicial la potestad de anular a los opositores.

El 19 de abril de 2016, en la calle Bartolomé Mitre frente a la sede judicial se vivió el desfile de las gabardinas de los entonces senadores de la oposición (entre ellas la del actual presidente de la república, Luis Lacalle Pou) que presentaron una denuncia por irregularidades en ANCAP con apariencia delictiva, según los denunciantes. La presentación sucedió a la actuación de una investigadora del Parlamento. La apariencia penal, según los denunciantes, estaba en el manejo que el ente estatal hizo del adelantamiento del pago de la deuda que ANCAP tenía con la petrolera estatal venezolana PDVSA y en otros asuntos de la gestión de la empresa pública. El fallo judicial concluyó que el entonces presidente de ANCAP, Raúl Sendic, incurrió en abuso innominado de funciones (una tipificación en cuestión desde hace años por su ambigüedad) y en peculado por el uso indebido de la tarjeta corporativa. En realidad, la intención de los entonces opositores era cuestionar todas las políticas de inversión y desarrollo del ente, en la lógica de desprestigiar y minar la presencia de un monopolio estatal en el mercado de los combustibles. Intención que quedó confirmada en la redacción original de la Ley de Urgente Consideración de 2020, cuando se planteó la desmonopolización, cuestión que quedó de lado por divergencias en la coalición gobernante.

En la actualidad, los sectores que eran oposición en el pasado y hoy son gobernantes mantienen la misma lógica. Hay una denuncia penal presentada contra el senador frenteamplista Charles Carrera porque este prestó asistencia a una persona que quedó inválida merced a una bala que partió de una dependencia policial ocupada por un subcomisario, en la que la Justicia no pudo encontrar al responsable. También se lo acusa de que su expareja se atendió en el Hospital Policial, cosa que han hecho varios jerarcas del Ministerio del Interior e incluso Luis Lacalle Herrera durante su presidencia a inicios de los noventa del siglo pasado. Carrera ha tenido un papel relevante en la denuncia contra el contrato con Katoen Natie. Pero, más allá de la intención de descalificar al senador opositor, otro factor preocupante emerge del caso: la existencia de investigaciones no oficiales en democracia. Contra Carrera se utilizó una grabación de 2012 y las interrogantes son: ¿quién propuso la grabación?, ¿por qué se esperó diez años para hacerla pública? Todo sugiere que hay operaciones de espionaje de algunos segmentos del Estado, que acumulan carpetas sobre referentes frenteamplistas, para que sean utilizadas cuando los ejecutivos de la derecha lo consideran conveniente. Lo mismo ocurrió con el senador Óscar Andrade y su deuda con la comuna canaria. Andrade hoy está citado por la JUTEP para que explique por qué su deuda no fue incluida en su declaración jurada.

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El 20 de setiembre de 2021, esta vez ante la fiscalía, legisladores del FA presentaron una denuncia contra el ministro Alberto Heber; el subsecretario de Transporte, Juan José Olaizola; el prosecretario de la Presidencia, Rodrigo Ferrés, y el presidente de la Administración Nacional de Puertos (ANP), Juan Curbelo, por formas de actuar «ilegítimas» en la prórroga (por 60 años) del contrato con la transnacional belga Katoen Natie. En esta oportunidad el antecedente parlamentario fue una interpelación, en la que, en opinión de los legisladores frenteamplistas, las explicaciones de los jerarcas no aclararon ni las razones ni los pormenores del contrato, existiendo indicios de actuaciones ilegítimas e incumplimientos de la ley de puertos.

También Carrera presentó ante la Comisión de Derechos Humanos de la OEA una denuncia por persecución política contra Heber. Eso, más allá de trasladar el diferendo a un organismo internacional, es aceptar que, más allá del debate político necesario y la batalla en ese campo, son los mecanismos judiciales el ámbito de dilucidación de las controversias.

En el primero de los casos presentados por la oposición puede y debe discutirse las características del acuerdo. El tratado de protección de inversiones (TBI) firmado por Uruguay con Bélgica durante el gobierno de Jorge Batlle habría obligado a cualquier administración nacional a negociar con la transnacional, lo importante en el caso es lo que cedió el Ejecutivo y no la concreción de este. En todo caso son decisiones políticas en función de los intereses que privilegia el gobierno, la denuncia de lo acordado es parte del debate político y lo importante es el balance que puede hacer la ciudadanía. Por tanto, es un debate político y no judicial. Lo mismo en el caso de persecución a Carrera.

El Frente está ante una arremetida conservadora, en la que la discusión central está en el ámbito de la educación, de la seguridad social, de la desigualdad en la distribución de la riqueza, de la inseguridad, del paulatino desdibujamiento de las empresas públicas. Por lo cual derivar en la Justicia los posibles actos de corrupción de los gobernantes, si bien es necesario denunciarlos, no abarca todo el escenario del debate político y cultural, y corre el riesgo de alimentar la judicialización de la política.

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