El 8 de agosto pasado, Luis Almagro, el secretario general de la Organización de Estados Americanos (OEA), difundía un documento que, leído a vuelo de pájaro, parecía sorprendente: «Los últimos 20 años de presencia de la comunidad internacional en Haití –decía el texto– significan uno de los fracasos más fuertes y manifiestos que se hayan implementado y ejecutado en ningún marco de cooperación internacional». Allí daba cuenta de un estado de cosas que bien podría ser parte del diagnóstico que desde hace años y años hacen las organizaciones sociales y la izquierda haitiana: pobreza brutal, corrupción generalizada, violencia social extrema, extensión del control territorial por los narcotraficantes, represión descontrolada, institucionalidad inexistente. Pero había gato encerrado.
«No ti...
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