Fermín era la risa. Y también era el misterio. Tal como pasaba con sus increíbles dibujos: qué detalle insospechado, qué espejo deformante, qué pesadilla posible podía emerger de un personaje (político, artístico, deportivo) que solo Fermín descubría para revelarlo en sus trazos, cada jueves a la noche, arrancando carcajadas e inquietudes en dosis repartidas. Como se sabe, sus dibujos no eran solo dibujos, eran artículos completos en unos pocos trazos. Con la ventaja de la independencia más segura de sí; nadie quedaba a salvo de su salvaje ironía, no había frontera para ella, lo «intocable», lo «sagrado» no existían para ese muchacho cabizbajo –porque nunca dejó de ser un muchacho, no importa qué dijera su cédula de identidad–, que de pronto emergía de su ensimismamiento y te envolvía en un chorro de historias y figuras y conceptos delirantes, haciéndote llorar de risa. Luego volvía a esconder su alta figura bajo el sobretodo azul, y salía por la calle Uruguay con la aplicada determinación de un niño que sale de la escuela y debe retornar a casa.
Risa y misterio. Tuvo ambos, y los regaló a montones. Fuimos muy afortunados al recibirlos. Ojalá haya percibido, el querido cabeza dura, cuánto los apreciamos y los agradecemos. Y cuánto van a faltarnos siempre.