La formalización penal con prisión preventiva de tres varones por abuso sexual especialmente agravado, denunciado por una mujer a través del servicio telefónico especializado 0800 4141 el 23 de enero, suscitó reacciones de diverso tipo en el debate público. Una parte de la sociedad uruguaya reaccionó condenando a la víctima y responsabilizándola de lo que le ocurrió, un reflejo conservador y legitimador del abuso, que perdura a pesar de los avances legales y la ampliación del reclamo ciudadano contra las diversas formas de violencia de género presentes en nuestra vida diaria.
La ley 19.580, de Violencia hacia las Mujeres Basada en Género, aprobada en diciembre de 2017, por unanimidad, por el Senado de la república y una mayoría de representantes de todos los partidos políticos en Diputados, posee un amplio respaldo social, aunque voces influyentes de diversos espacios de poder reivindican mensajes cuestionadores que pretenden deslegitimar la norma y minimizar el problema. Insumió una década y media de debates la construcción de un marco legal sobre violencia de género que superara la ley de violencia doméstica, de 2002, que en su momento fue un gran avance. Quince años se requirieron para que Uruguay reconociera jurídicamente el derecho de mujeres de todas las edades y condiciones a una vida libre de violencia y 15 años fueron necesarios para que se pudiera ver que la violencia doméstica y en las relaciones afectivas es exageradamente frecuente, pero no la única. También en la calle, en los boliches, en el trabajo, en las instituciones las mujeres estamos expuestas a diversas formas de violencia, incluida la sexual.
Mientras que la libertad sexual de los varones se da por sentada y estos la aprenden como un requisito de su masculinidad, la de la mujer continúa cuestionándose. En el límite, el ejercicio de esa libertad deja a la mujer expuesta a la violencia sexual («Vos te lo buscaste»). Sabemos que en la historia privada de las mujeres haber tenido sexo sin consentimiento o bajo presiones de la más diversa índole es más habitual de lo que se piensa. Solo recientemente los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres han sido reconocidos como tales. Pero aun hoy, y viendo el caso que nos preocupa, la duda sobre la culpabilidad de la víctima se expone en las redes sociales y la prensa, en un proceso de revictimización que roza la obscenidad, a pesar de que hay un procedimiento de la Justicia en marcha y con todas las garantías del debido proceso.
Este es el origen del debate público que hemos dado en estos días y que ahora fue desplazado por la discusión sobre las libertades de prensa y de expresión. La derivación hacia este otro cuestionamiento parte de la investigación solicitada de oficio por el fiscal general, sustentada en el artículo 92 de la ley 19.580, sobre el delito de divulgación de «imágenes o grabaciones de una persona con contenido íntimo o sexual sin su autorización». La difusión de unos audios en un programa radial sin el consentimiento de la víctima parece haber abonado el terreno de la interpretación de su consentimiento de la violación grupal. Este es el resultado de la divulgación de los audios, y no otro.
Muy a tiempo, la declaración de la Comisión de Género de la Asociación de la Prensa Uruguaya del 2 de febrero, que la propia asociación hizo suya, advierte sobre la práctica periodística y el código de ética que debería cumplir todo periodista. Claro está que ese es un límite a la «libertad de prensa» que no está tipificado por la ley, ya que el código de ética periodística solo vale como imposición ética o normativa, sin fuerza de ley. Pero sí existe una ley, la 18.515, que se refiere a varios delitos que pueden ser cometidos por los medios de comunicación. Esta ley está vigente en todo el territorio nacional y legalmente no se la considera violatoria de la libertad de prensa. El delito, más allá de la discusión sobre el allanamiento, aparece como figura aplicable al caso, ya que la ley 19.580 no hace distingos –ni exime a los periodistas ni a los medios– entre quienes divulgan esta clase de material sin el consentimiento de la persona.
El ordenamiento de la fiscalía del «allanamiento» (y valen las comillas, por todas las precisiones que se hicieron sobre este término) del medio de prensa parece haber volcado parte de la opinión pública a favor del periodista y ha provocado diversas reacciones que nada tienen que ver con la investigación sobre el presunto delito. En este punto es ineludible reflexionar sobre el peligro de las falsas oposiciones que las simplificaciones tienden a presentar. No se trata de un dilema entre los derechos a la intimidad de la mujer denunciante y los de las fuentes periodísticas, dado que la protección de estas está defendida por la ley (como la 18.515) y la Constitución. Se trata de ponderar los límites legales a la libertad de prensa y, por ende, a la libertad de expresión a partir de circunstancias y conductas que se encuentran estipuladas legalmente. Todo periodista y medio de difusión debe difundir noticias dentro del marco jurídico vigente (ley 16.099, modificada por la 18.515). En este caso la investigación fiscal se centra en el artículo 92 de la ley 19.580, que deriva del reconocimiento de la violencia mediática (artículo 6, literal M) y el reconocimiento de la violencia simbólica (artículo 6, literal G).
Nos preocupa que el saldo de la discusión implique una tergiversación del problema. A pesar de que la libertad de prensa reconoce límites legales (no solo a partir de la ley que en este caso se invoca, sino también por el horario de protección al menor y la necesaria restricción de difusión en el marco de la reserva en procedimientos legales, entre otros elementos), queda claro que se ha presentado una situación en la que proteger la libertad del periodista aparece como más importante políticamente que proteger los derechos de la mujer. Tememos que finalmente los derechos y el respeto a la víctima se vayan perdiendo. Y el saldo negativo para la legitimidad de la Justicia queda expuesto. La Asociación de Magistrados Fiscales de Uruguay ha reclamado recientemente contra la deslegitimación de su actuación en el debate público, y no es para menos. El escarnio público que se ha hecho de los operadores judiciales (algo que ya había empezado con la modificación del Código del Proceso Penal) no le sirve a la democracia uruguaya, pero mucho menos les sirve a las víctimas y a la muy central problemática de la violencia de género, respecto de la cual nuestro país exhibe estadísticas vergonzosas.