Hacia 1950, Emir Rodríguez Monegal impuso una nueva forma de hacer crítica en un medio local que se encontraba anquilosado. Su labor como difusor fue incansable y respondió a una vocación literaria que se desvivía en el ejercicio de la escritura diaria. Lo hizo con una prosa atractiva, pedagógica, con una fuerte impronta narrativa, que cautiva al lector y lo mantiene en la atenta lectura de sus textos. Fue, sobre todo, crítico literario, pero también hizo crítica teatral y cinematográfica. La práctica periodística semanal le permitía estar al día con lo que estaba aconteciendo, en diálogo con sus pares y en contacto con sus lectores, y efectivizar en esa alianza el círculo pedagógico y masivo. La función del crítico fue la de acercar la obra al público.
Para Rodríguez Monegal, la literatura debe medirse en sí misma, la obra debe tener validez más allá de su contexto. Pablo Rocca plantea que en la concepción de Rodríguez Monegal hay una toma de partido por la calidad de una literatura, que está por sobre cualquier otro parámetro, sea político o cultural, y agrega que en el crítico siempre estuvo presente que «la única posibilidad de leer es concentrarse en el texto y que solo el lector construye la literatura». En ese sentido, Rodríguez Monegal se entronca con una tradición intelectual que incluye a José Enrique Rodó, Alfonso Reyes, Pedro Henríquez Ureña y Amado Alonso, y se acerca a su visión y forma de vincularse con la literatura y lo americano.
Una de sus primeras cautivaciones literarias lo sorprendió cuando aún era adolescente, cuando empezó a leer con entusiasmo unos artículos que aparecían en la revista argentina El Hogar firmados por un tal Jorge Luis Borges. El joven quedó impactado por el estilo y las curiosidades de aquella pluma, sin saber que en esas lecturas ya estaba el destino de lo que sería su propia escritura. Desde ese momento y hasta el final siguió de cerca la producción del escritor argentino, analizó su obra en todas sus facetas, publicó sus textos, volvió a ellos una y otra vez, y, en buena medida, fue responsable de su primera consagración en el Río de la Plata. Consciente o no, adoptó también su estilo, un fraseo preciso, la oración corta que tiene a la ironía como recurso principal. Tiempo después, con poco más de 20 años, fue invitado a escribir en lo que sería el medio cultural más importante de la región, el semanario Marcha, fundado por Carlos Quijano en 1939, y en poco tiempo pasó a dirigir la página literaria. Lo hizo de 1945 a 1959, con algunos períodos intermedios de alejamiento.
En una entrevista con el periodista Hugo Alfaro, Mario Benedetti resaltó la figura del crítico como fundamental para el medio cultural-literario de aquellos años: «Fue el más influyente de todos nosotros, de toda la generación del 45. Despertó el interés por literaturas que aquí eran desconocidas, sobre todo de habla inglesa y francesa. Además, impuso, y nos contagió a todos, un rigor analítico y una conducta profesional que el medio necesitaba a gritos» (Alfaro, Hugo. Mario Benedetti: detrás de un vidrio claro. Montevideo, Trilce, 1986). La polémica era una práctica usual; Marcha fue uno de sus escenarios principales, pero no el único, y Rodríguez Monegal fue protagonista de muchas. El estilo a veces beligerante de su pluma motivó numerosos enfrentamientos sobre temas literarios, sobre los autores que había que rescatar y los que no. Sus concepciones estéticas lo hicieron polemizar una y otra vez. Vale destacar también sus reiterados enfrentamientos y debates intelectuales con su principal antagonista, Ángel Rama, otra de las figuras clave de ese período.
EL AQUÍ Y AHORA
A través de las páginas de Marcha, Rodríguez Monegal fue el encargado de introducir en Uruguay la literatura moderna y extranjera (estudios y reseñas sobre Franz Kafka, Henry James, André Gide, William Faulkner, Marcel Proust, Virginia Woolf y muchos otros). En parte, lo hizo siguiendo los lineamientos de la revista porteña Sur –dirigida por Victoria Ocampo, en la que participaba activamente Borges–, que en 1931 introdujo la literatura moderna en Buenos Aires y, por extensión, en el Río de Plata, traduciendo a autores que poco se conocían en la región (práctica que también acompañaron las editoriales Emecé, Sudamericana y Losada). Así, la literatura extranjera tuvo un lugar predominante en las páginas literarias dirigidas por Rodríguez Monegal, que muchas veces reproducían las ediciones de la vecina orilla y, en ocasiones, traducciones de su autoría o de sus colaboradores. El crítico estaba convencido de que la introducción de la mejor literatura contemporánea podía fomentar el desarrollo de la literatura local.
Es probable que esta concepción estuviera atravesada también por su propia experiencia foránea: desde la década del 50 Rodríguez Monegal recibió, en varias oportunidades, becas para estudiar o investigar en el exterior (Inglaterra, Estados Unidos, Chile), que le permitieron establecer contacto de primera mano con las nuevas corrientes europeas y con publicaciones que no circulaban en Montevideo. Pero no solo se dedicó a la literatura internacional: fue el primero en analizar y llamar la atención sobre la escritura de Juan Carlos Onetti y la obra poética de Idea Vilariño. En aras de rescatar una tradición local en la que enmarcar la suya, creó un puente entre la generación del 900 y la del 45, y fueron múltiples y pioneros sus trabajos sobre Horacio Quiroga, que, en cierta forma, posibilitaron su posterior canonización.
Pese a sus discrepancias y choques frecuentes con Quijano, director del semanario, que respondían, en parte, a sus diferentes concepciones políticas sobre el rol de la literatura en la sociedad, Rodríguez Monegal destacaba lo fundamental de su magisterio: «Quijano era un gran maestro del periodismo. Sin Quijano yo nunca habría aprendido a escribir. Gracias a él llegué al máximo como periodista literario» (Cotelo, Ruben. «Emir Rodríguez Monegal: el olvido es una forma de la memoria». Jaque, Montevideo, n.o 99, 7-XI-85). En un artículo que tituló «Nacionalismo y literatura: un programa a posteriori» (Marcha, n.o 629, 4-VII-52), destaca la actitud objetiva que debe seguir la página literaria, que debe atender, sobre todo, el valor literario de las obras que se comentan. Sin embargo, también resalta la valoración de la actualidad: «La única verdadera forma de interesarse por la literatura es interesarse por la que se está creando ahora. Porque la Literatura (así, con mayúscula) es lo vivo». El programa político de su página, entonces, se enmarca en la defensa de la literatura en sí misma y la preocupación por la literatura actual.
El énfasis en la literatura del presente se refuerza en otro artículo, «La nueva literatura nacional» (Marcha, n.o 653, 26-XII-52), en el que anuncia el surgimiento de una nueva generación alrededor de 1940, a la que luego bautizó generación del 45,1 que responde a una nueva actitud, un nuevo sistema de valores literarios, en el que se restauraron los fueros de la crítica, pero, ante todo, resalta «la necesidad de juzgar a cada creador por su obra publicada, la utilización de un mismo patrón crítico para la literatura nacional que para la extranjera, la edificación de la crítica sobre el análisis minucioso y objetivo de cada obra, el reconocimiento de la función social del crítico». A la par de su labor en el semanario, fue fundamental la experiencia en la revista Número, que creó y dirigió junto con Vilariño y Manuel A. Claps en 1949, en la que siguió la misma línea de sus publicaciones en Marcha. En 1960, alejado definitivamente del semanario, pasó a escribir en el diario El País sobre literatura, teatro y cine, y lo hizo hasta 1966, en unas reducidas y no tan aclamadas columnas.
Otra de las grandes pasiones de Rodríguez Monegal era la biografía, retomar lo biográfico como elemento trascendente para analizar la obra de ciertos escritores. Sus trabajos de más largo aliento sobre autores responden a esa línea: entroncar vida y obra, descubrir cómo la escritura, la ficción, está condicionada por el trayecto vital. Así lo hizo con Quiroga, Rodó, Andrés Bello, Pablo Neruda y Borges. A la vez, en muchos de sus artículos críticos deja entrever experiencias autobiográficas. Al final de su vida, consciente de la gravedad de su enfermedad, con un cáncer terminal, se dispuso a escribir sus propias memorias, a transformarse en personaje, e hizo su autobiografía. Había diseñado un plan de varios tomos, pero solo alcanzó a concluir el primero, referido a su juventud y sus años de formación, que tituló, retomando un verso de Borges, Las formas de la memoria. En el momento de su muerte, se encontraba elaborando el segundo, correspondiente a los años de Marcha, su verdadera escuela, en el que homenajearía a su mentor, el mencionado Quijano.
MUNDO NUEVO Y PERFIL LATINOAMERICANO
Si bien ya en Marcha y en publicaciones tempranas Rodríguez Monegal había reparado en la literatura latinoamericana, fue bajo la dirección de Mundo Nuevo (1966-1968), con sede en París, que se propuso difundirla fuertemente. A través de esta labor y de compilaciones en libro –El arte de narrar (1968), Narradores de esta América (1961, aunque fue reeditado y ampliado en varias ocasiones)–, trazó una cartografía de la literatura latinoamericana, en la que incluyó la literatura brasileña y en la que está representado lo que para él son sus mejores escritores, aquellos que poseen una obra trascendente, no amparada en las parcelaciones políticas. Frente a las dicotomías planteadas en torno al regionalismo/cosmopolitismo, el arraigo o la evasión para estudiar la narrativa hispanoamericana, que tenían como eje el «compromiso» de los escritores, en el prólogo de Narradores de esta América, plantea que estas son falsas oposiciones: «Una manera de soslayar el verdadero problema. La única actitud posible es reconocer que el artista americano no puede estar obligado a confinarse en lo local, en lo típico. Si lo hace, que sea por la propia tendencia de su visión del mundo o por la naturaleza de su arte. Pero no debe haber (no puede haber) fórmulas ni consignas que fuercen su libertad creadora».
Desde 1968, ante la imposibilidad de restablecerse en Uruguay,2 Rodríguez Monegal fue contratado como docente por la Universidad de Yale para dirigir la Cátedra de Literatura Hispánica. Para no anquilosarse en la vida académica, también preparó antologías, dictó cursos y conferencias, y organizó seminarios y simposios, en los que participaron los escritores latinoamericanos de mayor importancia: Octavio Paz, Guillermo Cabrera Infante y Borges, por nombrar algunos. Se encargó de divulgar la literatura latinoamericana en Estados Unidos, una contribución que Roberto González, colega de la universidad, destacó: «Las actividades de Emir nos pusieron al tanto del presente de la literatura. Haciéndonos sentir el pulso de su vida diaria, nosotros pudimos ver que el pasado, que parecía haber sido cincelado en piedra, era reescribible». De alguna forma, podría pensarse que el crítico trasladó el espíritu de la generación del 45 al ambiente académico, llevó a la academia autores del presente, autores vivos, que estaban publicando en ese momento sus obras más importantes. Esa visión solo se la pudieron brindar sus varios años como crítico del día a día, su constante preocupación por el presente.
EL DÍA DESPUÉS
A partir de la revolución cubana (1959), no hubo espacio para las medias tintas: se estaba a favor o en contra. La postura dubitativa de Rodríguez Monegal, su no alineación o sus dudas y reparos frente al proceso cubano lo fueron distanciando cada vez más de sus compañeros y amigos de generación (Benedetti y Vilariño, por mencionar los que más visiblemente se acoplaron a la idea del intelectual comprometido). De alguna forma, estos hechos potenciaron su espacio marginal, su resabio en el imaginario cultural que sobrevino en la vuelta a la democracia.
En estos tiempos, en los que ya casi no hay polémicas ni críticas incisivas que motiven debates, parece tan necesario volver a la lectura de su lúcida, inteligente y punzante pluma. La celebración del centenario podría ser una excusa para reeditar sus obras y para que estas vuelvan a circular por Montevideo.3 La aparición de una revista conmemorativa con las siglas de su nombre –ERM: Revista de Periodismo Cultural (a cargo del Instituto Nacional de Letras, del Ministerio de Educación y Cultura)– y la incorporación de este a la nomenclatura urbana de su Melo natal parecen movimientos simbólicos para reincorporarlo en el imaginario local. Sería bueno que estos nos hicieran también volver a sus textos, a dialogar con su escritura y a valorar su presente vitalidad.
1. Sigue el método generacional propuesto por José Ortega y Gasset en la Revista de Occidente, reelaborado también por Javier Marías.
2. Por errores administrativos, fue destituido de su cargo como docente de Literatura en Enseñanza Secundaria, por el que había concursado en la década del 50 y que era su principal medio de trabajo.
3. Si no fuera por la persistente labor del proyecto de Anáforas (Seminario de Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación, de la Facultad de Información y Comunicación, en convenio con la Biblioteca Nacional: https://anaforas.fic.edu.uy/jspui/handle/123456789/25553) de digitalizar sus textos, muchas de sus obras no se encontrarían fácilmente.
Bibliografía consultada
Homenaje a Emir Rodríguez Monegal. Montevideo, Ministerio de Educación y Cultura, 1987.
Rodríguez Monegal, Emir. Narradores de esta América, Montevideo, Alfa, 1961.
◊ El arte de narrar. Caracas, Monte Ávila Editores, 1968.
◊ Las formas de la memoria. Los magos (I). México, Vuelta, 1989.
◊ Obra selecta. Selección, prólogo, cronología y bibliografía a cargo de Lisa Block de Behar, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 2003.
Rocca, Pablo. 35 años de Marcha: mapa de la escritura en el semanario Marcha, 1939-1974. La Habana, Fondo Editorial Casa de las Américas, 2015.
◊ Ángel Rama, Emir Rodríguez Monegal y el Brasil: dos caras de un proyecto latinoamericano. Montevideo, Banda Oriental, 2006.