Tánger, una mañana de invierno. Mientras el día tarda en salir, una veintena de mujeres, sombras en la oscuridad, se presentan frente a un edificio residencial aún dormido. Avanzan en silencio, se dirigen hacia abajo y entran en una habitación oscura y húmeda. En el interior, un puñado de hombres están ocupados poniendo en marcha máquinas de cortar tela. Sus ojos no cruzan los de las mujeres, que llevan sus rostros ocultos por mascarillas blancas. Una tras otra, bajan al sótano. Llegan a una bodega de unos 40 metros cuadrados reservada para la confección de ropa. No hay ventana ni salida de emergencia.
Lamia –se han cambiado los nombres–, una costurera de 36 años, se pone una blusa y comienza a montar varias prendas. «¡Aquí está la colección de verano en primicia!», dice irónicamente. En las mesas repletas, entre las ya bulliciosas máquinas de coser, hay camisetas, pantalones cortos y minifaldas etiquetadas con Zara, Bershka o Kiabi. «La mayoría de las veces, el jefe de la habitación nos cierra con llave –dice Lamia–; gracias a Dios, el otro día nos salvamos».
Ese «otro día» fue el 8 de febrero, el lunes, cuando lluvias torrenciales cayeron sobre la ciudad y 28 trabajadores, incluidas 19 mujeres, murieron en un taller en medio de una zona de inundación. Se ahogaron, atrapados en el sótano donde trabajaban. «El agua tuvo el efecto de un tsunami, se sumergieron en pocos segundos», resume Ahmed Ettalhi, presidente de la Comisión de Planificación en el Municipio de Tánger. Y agrega: «Nada de esto estaba autorizado: ni la presencia de una bodega ni la de una unidad industrial».
TRABAJADORAS SIN PROTECCIÓN
En el momento de la inundación, Lamia y sus colegas dejaron a tiempo su propio taller, ubicado cerca. «Nos podría haber pasado lo mismo –susurra–, algunas de las empleadas del taller afectado eran amigas mías.» Como docenas de otras trabajadoras obligadas a evacuar los sótanos del vecindario, Lamia se encontró frente al edificio afectado por el desastre. «Escuchamos gritos –dice esta madre de tres hijos–, las obreras que habían podido escapar se habían refugiado en el techo y pedían ayuda a gritos; las ambulancias llegaron demasiado tarde.»
En Tánger, miles de trabajadores, en su mayoría mujeres, son empleados ilegalmente en talleres llamados hofra (‘fosos’, en árabe), establecidos en los sótanos y plantas bajas, para hacer ropa para marcas extranjeras. Sólo en Tánger hay centenares, tal vez más, como deplora Ettalhi: «En 2016, abrimos una lista para trasladar fábricas informales a áreas industriales. Recibimos 400 solicitudes. Añada a eso las fábricas que no querían y las que llegaron después. ¡Es enorme!». ¿La fuerza de estas estructuras? Su capacidad para responder a las fluctuaciones de la moda produciendo rápidamente series limitadas. Los empleados perciben entre 180 y 230 euros mensuales, que es inferior al salario mínimo marroquí (250 euros), todo ello sin cobertura ni normas de seguridad social.
Ni totalmente clandestinos ni verdaderamente legales, estos talleres tienen un estatus híbrido. «Las empresas existen, ya que están matriculadas en el registro mercantil, pero sus jefes declaran sólo una pequeña parte de sus empleados y operan en lugares no reglamentarios», dice Mustafá Ben Abdelgafur, vicepresidente de la Cámara de Comercio e Industria de Tánger. Así, el taller inundado fue presentado primero como «clandestino» por las autoridades, cuando, en realidad, existe desde 2017 bajo el nombre de A&M Confection. Su propietario, Adil Bullaili, fue puesto en prisión preventiva como parte de la investigación abierta por homicidios y lesiones involuntarias.
En Marruecos, el sector textil representa más de una cuarta parte de los puestos de trabajo industriales. Inditex, la empresa matriz de la marca española de prêt-à-porter Zara, es el principal cliente. Según su director general para Francia, Jean-Jacques Salaün, el sistema de control de Inditex permite una «trazabilidad absoluta»: «Controlamos a todos nuestros proveedores, especialmente en Marruecos, donde nos dimos cuenta de que había falsificaciones de nuestros productos. Me parece poco probable que nuestros subcontratistas logren escapar de esta trazabilidad. Y puedo decirles que un taller, si no está referenciado y auditado, no puede ser parte de nuestra cadena de suministro. Estamos haciendo todo lo que está en nuestro poder para asegurar que tal tragedia no suceda nunca».
ECOSISTEMA FLORECIENTE
La ciudad de Tánger, a 14 quilómetros de la costa española, es el epicentro de este negocio tan particular, así como un importante centro económico vuelto hacia la Unión Europea. Pero este dinamismo esconde una sombría realidad social: una gran parte de la población (1,2 millones de habitantes) todavía vive en la precariedad. El sector textil alimenta toda una economía subterránea, en la que todos sueñan con establecer su propio negocio. Así, Bullaili, el jefe del taller inundado, comenzó en un grupo de prendas de vestir. «Trabajó con nosotros como obrero, luego como jefe de cadena, antes de establecer su negocio», dice Meriem Larini, gerenta general del grupo textil Larinor.
En la última década, un ecosistema floreciente ha permitido a obreros ambiciosos crear miniunidades de confección. Los proveedores de maquinaria les otorgan créditos directos. Esto les permite alquilar un local y, mediante la corrupción, escapar a los controles. «No es difícil montar un taller en una bodega, todo lo que necesitas hacer es tener una instalación eléctrica y con qué sobornar a las autoridades, luego la gente llama a tu puerta para pedir trabajo», confirma un industrial marroquí.
Para entender de dónde vienen los clientes de estas pequeñas estructuras de prendas de vestir, se debe salir del centro de Tánger y llegar a la zona industrial de Gzenaya. Lejos de las bodegas, las fábricas instaladas aquí tienen todo tipo de etiquetas y certificaciones ecorresponsables que las convierten en modelos éticos. «Hemos invertido mucho dinero para cumplir con los criterios de responsabilidad social requeridos por los clientes», dice Larini, cuyo grupo trabaja para las principales marcas internacionales.
Después de ser puestas en la mira por las malas condiciones de trabajo de sus proveedores, particularmente los ubicados en Asia, muchas marcas han cambiado su estrategia para preservar su imagen. «Hay auditorías y controles esporádicos llevados adelante por un equipo del grupo Inditex, que opera constantemente en las fábricas de Tánger. Es imposible escapar a ello. Se prevén sanciones en caso de incumplimiento de las normas», asegura Larini. El grupo español incluso ha adoptado un sistema de auditoría interna para monitorear mejor las prácticas de sus subcontratistas.
«EL ESLABÓN MÁS DÉBIL»
Pero mejorar las instalaciones es caro para los industriales locales, especialmente frente a la competencia de los países asiáticos y Turquía. Así, para preservar sus márgenes y aumentar su capacidad de producción, las grandes fábricas marroquíes subcontratan parte de sus pedidos a unidades instaladas en las bodegas de Tánger. «Las bodegas son sólo el eslabón más débil en un sistema administrado por el lobby de los propietarios de fábricas marroquíes. ¡Ellos son los que animan a los trabajadores a crear talleres subterráneos!», denuncia Abdellah El Fergui, presidente de la Confederación Marroquí de Muy Pequeñas, Pequeñas y Medianas Empresas. En todo el país, la existencia de tales lugares es un secreto a voces. «Cada fábrica se apoya en tres o cuatro pequeños subcontratistas que, a su vez, violan las normas de seguridad, y de ahí la tragedia de la inundación», admite Ben Abdelgafur.
Así es como, desde 2010, Karima, una costurera de 52 años, se ha encontrado haciendo camisetas de marca en una bodega de la ciudad. Un trabajo agotador: nueve horas al día, cinco días a la semana, por 200 euros al mes. «Yo ya tengo mis años, me duele la espalda y ya no veo muy bien. Así que mi salario ha disminuido», dice esta mujer originaria de un pueblo en el Alto Atlas. Como miles de compatriotas del mundo rural, Karima llegó a Tánger con su familia en 2005, en busca de empleo. Mientras trabaja, su marido, que sufrió un derrame cerebral hace unos años, permanece postrado en cama. «El día que enfermó, me di cuenta de que no teníamos protección social», afirma. Este doloroso recuerdo hace que las lágrimas aparezcan en sus ojos. «Sé que estamos en peligro: polvo, enfermedades crónicas, accidentes, a veces… Mi primo perdió la mano, arrancada por una máquina, porque no proporcionan los guantes protectores. Pero, al menos, tenemos un trabajo», dice. En 2018, el país había registrado 50 mil accidentes laborales que causaron 756 muertes, según el Consejo Económico, Social y Medioambiental de Marruecos.
Resta saber cómo estas bodegas logran escapar de la visión de los patrocinadores, las marcas de renombre internacional. La explicación de un gerente de fábrica en Casablanca: «Estas marcas hacen auditorías para controlar la responsabilidad social de las empresas con las que tratan, pero no la fase de producción. ¡Ahí está el defecto! Las marcas se quedan con la conciencia tranquila en Europa, mientras aquí cierran los ojos».
AMORTIGUADOR SOCIAL
La mayoría de los patronos marroquíes de la industria textil se niegan a hablar. «Las marcas ejercen una presión tarifaria tal que es imposible ser competitivo sin bodegas –murmura un exactor importante del sector–, nos dan su precio y si nos negamos, van a otro lugar, a Turquía o Etiopía». Por parte de la Asociación Marroquí de Industrias Textiles y de la Confección (AMITC), se utiliza un lenguaje evasivo. «Nunca hemos oído hablar de este tipo de subcontratación», se contenta con declarar su presidente, Mohammed Bubuh.
Rodolphe Pedro, propietario en Casablanca de una planta ecológica de lavado y teñido preocupada por combatir las prácticas ilegales, considera esencial cambiar las mentalidades: «Marruecos tiene un verdadero saber hacer y una proximidad geográfica ventajosa, pero depende de nuestras políticas, incluidas las de la AMITC, ponerlas en valor. Si tuviéramos una política fuerte que nos permitiera vender las bazas que tiene Marruecos, las marcas ya no podrían imponer precios tan bajos».
En Tánger, una activista feminista libra una guerra contra los talleres subterráneos: Suad Shentuf. Miembro de la asociación Actuemos con las Mujeres, se dirige a las autoridades locales, al Ministerio de Trabajo, al Estado, a la AMITC, a las marcas, a los propietarios de fábricas… En su opinión, todos deben «responder por sus acciones y sus negligencias». Una semana después de la tragedia, intentó organizar una sentada de protesta, pero las autoridades le pidieron que la pospusiera. «Tienen miedo de las repercusiones», analiza.
Si las autoridades públicas han tolerado esta economía sumergida durante tanto tiempo, también es porque constituye un importante amortiguador social. Cerrar las bodegas sería dejar a miles de personas sin trabajo. El representante tangerino Ettalhi suspira: «Si todos los lugares no reglamentarios de Tánger fueran destruidos, el 60 por ciento de la ciudad estaría por los suelos. No tenemos los medios para combatir este fenómeno estructural». Cada semana, por tanto, las trabajadoras continúan presentándose ante la puerta del sótano. Al día siguiente de la inundación del 8 de febrero, Lamia regresó a trabajar a su bodega. Es peligroso, ella es consciente de ello, pero no tenía otra opción.
(Publicado originalmente en Le Monde bajo el título «“La plupart du temps, le chef de salle nous enferme à clé”: plongée dans le Tanger clandestin du textile». Brecha publica con base en una traducción de Faustino Eguberri para Correspondencia de Prensa).