Cuando se desató la pandemia de covid-19, comenzaron a sonar las alarmas en el mundo entero. Pero, mientras se establecían confinamientos obligatorios, se cerraban escuelas, se decretaban toques de queda y por doquier policías y militares patrullaban las calles, en un pequeño país del norte se seguía escuchando el familiar y simpático sonido de la llegada del camión de helados a los barrios. Suecia había elegido otro camino.
Desde el extranjero no se ha dejado de observar con consternación, aunque inicialmente también con cierta curiosidad, lo que ocurre en este reino de 10 millones de habitantes, donde nunca se declaró la cuarentena obligatoria, ni el cierre general de escuelas, ni el de restaurantes, bares ni cafés, y donde la caja de herramientas para contener la propagación del virus incluyó, sobre todo, recomendaciones y exhortaciones a la población para que modificara sus hábitos. Los impulsores de esta estrategia sueca de «mano suave» la han defendido de manera inamovible desde su implementación.
Pero más de cuatro meses después de que la Organización Mundial de la Salud declarara la pandemia, Suecia se enfrenta a duras estadísticas: hoy es el sexto país del mundo (sin contar a los diminutos Andorra y San Marino) con más muertes por coronavirus per cápita, según los datos recopilados por la Universidad Johns Hopkins. La comparación de la situación en Suecia con la de sus pares nórdicos –que gozan de sistemas de protección social y de servicios de salud y cuidados similares– revela diferencias abismales en cuanto a la extensión y la mortalidad del virus. En Suecia, la mortalidad per cápita por coronavirus es más de cinco veces más alta que en Dinamarca, nueve veces más alta que en Finlandia y 11 veces más alta que en Noruega. Y, según datos de la propia Agencia de Salud Pública sueca, a mediados de abril la mortalidad registró un incremento de más del 50 por ciento en comparación con el mismo período en años previos.
EL EXPERIMENTO
A pesar de estos datos, la cara más visible de la estrategia sueca, el epidemiólogo de Estado Anders Tegnell, quien trabaja en la Agencia de Salud Pública –un organismo independiente del gobierno–, no ha dejado de afirmar que «la estrategia general no ha fallado» y que sus críticos no deberían apresurarse a hacer evaluaciones de las tasas de mortalidad, sino esperar a tener datos sobre un período más largo para sacar conclusiones. Pero ¿en qué consiste la tan debatida estrategia sueca?
Una vez que constataron que la propagación del virus estaba fuera de control en el país, las autoridades sanitarias suecas abandonaron la ambición de testear a todas las personas con síntomas del virus y de intentar rastrear todas las posibles vías de contagio. En lugar de testear los casos sospechosos, se recomendaba a las personas que tuvieran cualquier mínimo síntoma de resfrío que se quedaran en sus casas. Lo cierto es que hasta comienzos de junio Suecia aún no había desarrollado una capacidad de testeo de covid-19 para hacer pruebas a gran escala, por lo que muchos enfermos sospechosos de tener coronavirus, incluso en hogares de ancianos, nunca fueron testeados.
Por otro lado, Tegnell siempre descartó imponer una cuarentena obligatoria generalizada, con el argumento de que era necesario poder sostener cualquier medida en el tiempo, lo que, según él, no sería posible con medidas prohibitivas, como los toques de queda, ya que tarde o temprano tendrían que ser levantadas. A la larga, argumentaba, perderían su legitimidad popular.
El único grupo al que se le recomendó sistemáticamente limitar sus contactos físicos fue el de las personas mayores de 70 años, ya que pertenecen al grupo de riesgo más vulnerable al virus. Al resto de la población se la exhortó a lavarse las manos frecuentemente, mantener el distanciamiento social, recurrir al teletrabajo en los casos que fuera posible y evitar todos los viajes no necesarios dentro del país; los viajes al exterior ya habían sido desaconsejados por el Ministerio de Relaciones Exteriores. Las escuelas y guarderías se mantuvieron abiertas, aunque los colegios secundarios y las universidades pasaron a un régimen de clases a distancia. También los restaurantes, bares y cafés podían permanecer abiertos siempre y cuando mantuviesen cierta distancia entre las mesas y no sirvieran comida o bebida en las barras. Al principio el gobierno prohibió las reuniones de más de quinientas personas, luego las de más de cincuenta y más tarde aún las visitas a los residenciales para mayores. Pero las leyes o los decretos fueron escasamente utilizados en comparación con otros países. La herramienta priorizada fue la de las recomendaciones.
Las dos principales metas de la estrategia, explicó Tegnell innumerables veces en las ruedas de prensa diarias de la Agencia de Salud Pública, eran, por un lado, asegurarse de que la necesidad de atención médica de la población no superara la capacidad del sistema («lo importante es aplanar la curva» fue el mantra de la Agencia) y, por otro, proteger de contagio a la población más vulnerable.
MORIR EN LA RESIDENCIA
La primera meta se alcanzó. Desde el inicio de la pandemia siempre hubo lugares vacantes en las salas de cuidados intensivos. La segunda no tanto… Nueve de cada diez personas que murieron por covid-19 en Suecia pertenecían precisamente al grupo vulnerable. Y de las ya más de 5.700 personas que murieron de coronavirus, un 47 por ciento residía en hogares de ancianos. El 30 de marzo, mientras desde Francia, Italia y España llegaban noticias sobre hogares de ancianos donde los residentes muertos por coronavirus se contaban por centenas, le pregunté a Tegnell si la Agencia de Salud Pública creía que la misma situación podría producirse en Suecia. «De momento pienso que en Suecia nos hemos arreglado bastante bien», respondió en una conferencia de prensa. Dos días más tarde, la radio estatal sueca, Sveriges Radio, reportaba que en un tercio de las 290 municipalidades del país ya se había constatado casos positivos en hogares de ancianos. Al día siguiente, la televisión estatal informaba que las residencias afectadas en la región de Estocolmo llegaban a 25 por ciento, y el porcentaje subió a 75 por ciento tres semanas después.
A mediados de abril, luego de que Suecia registrara un pico en el exceso de muertos (lo que en inglés se llama excess mortality: una cantidad de muertes por encima de lo que normalmente se espera en ese período del año) y luego de que 22 científicos suecos publicaran una columna de opinión en el diario Dagens Nyheter que criticaba duramente la estrategia de los expertos de la Agencia de Salud Pública, Tegnell admitió que la cantidad de muertes registradas en hogares de ancianos era «un fracaso para nuestra manera de proteger a nuestros mayores». Pero, insistió, «no es un fracaso de la estrategia general».
La gran cantidad de muertes por covid-19 en las residencias de ancianos produjo revuelo en el país y un debate público sobre el deterioro del sistema de cuidados, que durante mucho tiempo se presentó como un ejemplo para el resto del mundo por su alta cobertura y por su calidad y formalización. Mientras que este trabajo en muchos otros países es llevado a cabo por familiares o bien por trabajadoras domésticas, en Suecia se emplea a personal de salud con formación y especialización, y los servicios son regulados por las autoridades sanitarias públicas.
El primer escándalo que revelaron los medios fue que en muchos de estos hogares el personal no tenía acceso a equipos de protección, y se sospechaba que ese era el principal vehículo de contagio de los residentes. Según datos oficiales, solamente el 40 por ciento de ellos cumplía con las normas de higiene establecidas para evitar el contagio del virus y tenía acceso a material de protección.
Las noticias sobre los miles de muertos en las residencias de adultos mayores también sacaron a la luz las condiciones de trabajo cada vez más precarias de su personal. Comenzó a cuestionarse la alta rotación en estos hogares, que se debe a la contratación creciente de personal eventual o por hora en este sector, lo que elevó el riesgo de que el virus entrara por la puerta del personal y afectara a los residentes. Además, estos trabajadores no tienen derecho a licencia por enfermedad, por lo que a menudo siguen yendo a trabajar incluso en los casos en que presentan síntomas de resfrío y otras enfermedades leves, pero que podrían encubrir covid-19.
Los medios también revelaron que, en la región de Estocolmo –la que registró casi la mitad de todas las muertes por coronavirus del país–, la atención médica de los residentes de estos hogares también estaba en cuestión. En una investigación que llevé a cabo para el diario sueco Dagens ETC, distintas fuentes me confirmaron que en varios hogares llegó a morir la mitad de los residentes de una misma sección sin haber sido atendidos por un médico. Hace décadas cada residencia especializada para mayores contaba con la presencia diaria y permanente de un mismo médico. Hoy, en la región de Estocolmo, el servicio médico de las residencias ha sido tercerizado a empresas privadas, y los médicos responsables de los residentes suelen visitar cada hogar una vez por semana. Un solo médico puede estar a cargo de entre doscientos y trescientos pacientes en diferentes hogares, la enorme mayoría con enfermedades múltiples.
Al compilar los datos sobre las muertes de residentes de los hogares de ancianos, Dagens Nyheter constató que en la mayoría de ellos habían fallecido en la residencia, no en el hospital. En la región de Estocolmo ese fenómeno es aún más extremo. Sólo el 10 por ciento de los enfermos graves de las residencias fallecieron en el hospital. Para evitar que se saturaran los servicios de salud, los funcionarios de la región de Estocolmo introdujeron muy temprano (el 30 de marzo) un nuevo sistema de prioridades que desviara a los enfermos de las residencias de los hospitales, para que el sistema sanitario no se saturara. La regla era que estos pacientes fueran tratados en los hogares de ancianos, aunque no hubiera médicos suficientes para hacerlo. En principio, el documento instruye a los médicos a no enviar ancianos con cierto grado de «fragilidad clínica» al hospital, salvo en el caso de que precisen una intervención quirúrgica de urgencia. Pero el nivel de fragilidad exigido era tan bajo que prácticamente excluía de atención hospitalaria a los ancianos con algún grado de demencia, así fuera muy leve. Cabe señalar que la mayoría de los residentes de hogares de este tipo en Suecia tienen algún grado de demencia senil. Las camas libres durante la pandemia muestran que, en efecto, se alcanzó el objetivo de no saturar el sistema.
UN GOBIERNO FRÁGIL
Sobre la estrategia sueca para combatir el coronavirus se han dicho muchas cosas en la prensa internacional. Una de ellas es que el país habría optado por darle prioridad a la economía frente a la salud pública y habría decidido no cerrar las escuelas o imponer una cuarentena que hubiese paralizado la actividad económica y precipitado la quiebra de empresas y el aumento del desempleo. Pero lo cierto es que esto ha sido desmentido, desde los inicios de la pandemia, por la Agencia de Salud Pública. A diferencia de muchos otros países europeos, donde los cargos políticos dentro de la administración son la regla y donde los ministros son los jefes máximos y últimos responsables de la administración pública, la Constitución sueca establece una separación entre la administración pública y la política. El aparato administrativo debe limitarse a aplicar las leyes de manera independiente. Por eso, salvo su director, los funcionarios de la Agencia de Salud Pública (al igual que en cualquier otra institución de la administración pública sueca) son designados por mérito profesional y permanecen en sus puestos cuando cambian los gobiernos. De hecho, no han faltado voces, dentro de Suecia, que le han reprochado al gobierno minoritario del socialdemócrata Stefan Löfven falta de liderazgo propio en materia de salud pública. «¿Cómo vamos a poder ganar esta batalla si los políticos electos se esconden detrás de funcionarios, que son quienes llevan las riendas? Funcionarios que hasta ahora no han demostrado ningún talento ni para predecir ni para limitar la deriva que estamos viviendo», escribían los 22 científicos críticos en una columna de opinión en Dagens Nyheter.
La gestión de la pandemia del coronavirus en Suecia se ha caracterizado por ser altamente tecnocrática. De hecho, el gobierno de Löfven se ha alineado por completo con las recomendaciones de los expertos de la Agencia de Salud Pública y sólo ha aprobado medidas una vez que esas autoridades expertas se han expresado en la materia. Por varios motivos, no es de extrañar que haya sido así. Por un lado, existe en Suecia cierta tradición de consenso en el ámbito político, producto del sistema parlamentarista y del sistema electoral proporcional. Por otro lado, el actual gobierno nació débil, luego de meses de parálisis parlamentaria en un contexto de muy alta fragmentación política, causada por el espectacular avance electoral de la extrema derecha. El gobierno del socialdemócrata Löfven sigue siendo frágil. No sólo es un gobierno de coalición (con el Partido Verde), sino que el oficialismo sólo pudo conseguir la mayoría tras firmar un acuerdo con dos colaboradores muy improbables, los partidos más neoliberales del país: Liberales y el Partido del Centro, que durante décadas le hicieron la guerra a la socialdemocracia.
Frente a la incertidumbre que provocó la pandemia de un virus totalmente desconocido, el gobierno optó por no arriesgarse en un campo que no era el suyo y en el que fácilmente podría equivocarse. Vale la pena recordar que nadie sabía de antemano a ciencia cierta cuáles serían las políticas más eficaces y adecuadas para combatir el virus. Suecia es un país que no ha vivido ninguna guerra en su territorio en más de un siglo y medio, y su población no está acostumbrada a las medidas prohibitivas o autoritarias. Suponiendo que se hubiese opuesto a la línea de Tegnell, para proponer una estrategia diferente y salir vivo de esa confrontación, el primer ministro socialdemócrata habría precisado un apoyo político que los votantes no le dieron.
También en la prensa extranjera se dijo que la meta de la estrategia sueca era generar «inmunidad de rebaño» contra el covid-19. Ello consistiría en no impedir que la población se contagie, de modo que la población que no pertenece a ningún grupo de riesgo contraiga el virus para desarrollar anticuerpos que la protejan contra futuras infecciones, y así generar una masa crítica de personas inmunizadas para frenar la propagación del virus entre la población. Pero lo cierto es que Tegnell ha desmentido que la inmunidad de rebaño haya sido parte de la estrategia sueca, que se basaba en las dos metas ya señaladas: proteger a los adultos mayores y asegurar que la cantidad de enfermos con necesidad de atención médica siempre se mantuviera por debajo de la capacidad de los servicios de salud. Esta estrategia sí asume que es imposible frenar por completo la propagación del virus y por eso propone, según explicó Tegnell, una manera de vivir con el virus.
Sobre la hipótesis de generar una inmunidad de rebaño se ha hablado mucho en Suecia. Uno de sus principales promotores ha sido el antecesor de Tegnell en el puesto de epidemiólogo de Estado, el ahora retirado Johan Giesecke, quien en reiteradas ocasiones afirmó que pronto se alcanzará.
En los comentarios de Tegnell es posible interpretar cierta ambivalencia con respecto a la importancia que le ha dado a la idea de la inmunidad de rebaño. En la Agencia de Salud Pública, el equipo de Tegnell hacía simulaciones para predecir cuándo se alcanzaría tal inmunidad. Y el 16 de abril, en una entrevista con la televisión noruega NRK, Tegnell afirmó que esos cálculos indicaban que la inmunidad de rebaño se alcanzaría en Estocolmo en mayo, aunque precisó que después habría que ver si eso se confirmaba o no. Luego de que un primer estudio indicara que tan sólo el 7 por ciento de la población de Estocolmo tenía anticuerpos contra el coronavirus, comenzó a hablarse menos de la inmunidad de rebaño.
FIN DEL CONSENSO
Las miradas desde afuera no parecían afectar en lo más mínimo la percepción de los propios suecos de que las cosas no iban mal. Las encuestas de opinión que se han hecho de manera regular han mostrado que la Agencia de Salud Pública ha gozado de un alto grado de confianza. El 22 de abril, el 60 por ciento de los encuestados (encuesta Kantar/Sifo) expresaba que las medidas que se habían tomado representaban un buen balance entre la salud pública y la economía, y una mayoría indicaba haber modificado sus hábitos (por ejemplo, el 86 por ciento afirmaba lavarse las manos más a menudo y el 69 por ciento decía haber disminuido sus actividades sociales), según las recomendaciones. Pero en las últimas encuestas ha aumentado la proporción de personas que estiman que en las medidas no se ha tomado en cuenta suficientemente la salud pública.
Desde hace un tiempo, en Suecia están bajando las muertes diarias y las internaciones en las salas de cuidados intensivos de personas con covid-19. Pero la experiencia del coronavirus ha dejado sus marcas. Por un lado, el consenso y el silencio político sobre las medidas para manejar la pandemia se han roto. Jimmie Åkesson, el líder del partido de extrema derecha Demócratas de Suecia, quien se mantuvo bastante callado durante todo el período en que se discutieron las medidas contra la pandemia, salió a pedir la renuncia de Tegnell y ya está hablando de que se ha perpetrado una masacre. La líder ultraconservadora de Demócratas Cristianos, Ebba Busch Thor, cuya batalla consiste en no quedar fuera del Parlamento nacional en las próximas elecciones, también consideró que el tiempo era propicio para tensar la cuerda y afirmó, en un debate televisivo en junio, que el gobierno había dejado que el virus se propagara de manera intencional.
En la cobertura mediática sobre el coronavirus en el país se ven algunos leves cambios y una tendencia hacia el cuestionamiento de la estrategia. En vista de los más de 5.700 muertos, ya hay muchas voces que consideran que es hora de hacer un balance. Una de ellas fue la periodista Nike Nylander, del programa televisivo Agenda. El 14 de junio, le preguntó al primer ministro Löfven si no dudaba del éxito de la estrategia sueca y subrayó que mientras que varios países europeos han vuelto a abrir sus fronteras, varias fronteras vecinas siguen cerradas para los suecos. Pero Löfven no paraba de repetir el caballito de batalla de Tegnell: es muy temprano para hacer evaluaciones.
(Una versión anterior de este artículo fue publicada por Nueva Sociedad bajo el título «Suecia, el modelo que no fue».)