Megaplicaciones que permiten enviar mensajes, dejar limosna y tramitar un divorcio, reconocimiento facial para prescindir de los porteros. Inteligencia artificial para el control estatal de los detalles más milimétricos de la vida y campos de reeducación para quienes desagraden al algoritmo. Camino a ser la nueva vanguardia tecnológica mundial, el modelo chino ofrece eficientes soluciones para los problemas del día a día, lucrativos negocios para las empresas y control asegurado para las autoridades.
De mi viaje a China en 2013 conservo un recuerdo familiar a nuestra modernidad occidental: los shoppings lozanos, el paisaje urbano atiborrado de anuncios y de autos de marcas japonesas o estadounidenses, la carta de tragos en los bares, la contaminación que sofoca Beijing y la gente pegada a las pantallas de los celulares. Ya desde entonces los chinos utilizaban masivamente WeChat. La que se conoce como la super app es una pieza fundamental de la vida cotidiana en el imperio celeste. Junto con otra: el smartphone, por el que el 90 por ciento de los usuarios de Internet acceden a la red y sin el cual es imposible vivir en una ciudad china.
WeChat es un mundo dentro del que es posible hacer todo. Se puede imaginarlo como la suma de Gmail, Facebook, Twitter, Youtube y mucho más. En WeChat, además de mandar mensajes a tus contactos y postear fotos y videos, tramitas tu divorcio, accedes a consultas médicas –gracias a una red de 40 mil doctores– y, aun más importante, transfieres dinero.
China es una sociedad mayormente cashless: cualquier transacción se puede realizar sin efectivo. En 2018, WeChat registró 1.200 millones de transacciones diarias. Con esa aplicación se puede prestar plata a un amigo, pagar la cuenta de la luz y hasta dar limosnas. La nueva frontera es transitar desde el uso del código QR hacia el reconocimiento facial. Gracias a los primeros experimentos, en algunos restaurantes se puede pagar la cuenta sacándose una selfie y en numerosas oficinas y residencias estudiantiles los porteros humanos ya no son necesarios: es posible entrar mostrando la cara a una cámara.
LA BASE DE DATOS MÁS GRANDE DEL MUNDO. WeChat registra las transacciones de 1.400 millones de personas, de quienes sabe qué comen el sábado por la noche, a dónde se desplazan a diario y a qué hora tienen ganas de hacer el amor. De modo que es la base de microdatos más grande del mundo. Son los datos el oro de WeChat, que no vive de publicidad como Facebook, sino de los honorarios sobre las transacciones de una comunidad de la que conoce todo.
Pero hay también un lado oscuro en el manejo de los datos: la colaboración activa con el gobierno chino, al que WeChat pasa enormes cantidades de información y ayuda en las campañas de censura. Según el periodista de Il Manifesto Simone Pieranni, autor del libro Red Mirror. Il nostro futuro si scrive in Cina (Laterza Edizioni, 2020) y fundador del medio especializado China Files, vivimos en un capitalismo de vigilancia: en China el Estado usa los datos para controlar a la población, mientras en Occidente son los partidos y las grandes empresas los que lo hacen, con el fin de influenciar las votaciones y los patrones de consumo.
China está en la vanguardia internacional de la recolección de datos y reconocimiento facial gracias a una red capilar de cámaras de seguridad: en 2018 existían 200 millones en ese país y el objetivo del gobierno, expuesto en un documento oficial de 2015, es tener una cámara por cada tres personas. Según dijo hace dos años en el Foro de Desarrollo de China el Ceo de Baidu –el equivalente chino de Google– Robin Li, “los chinos son relativamente más abiertos y menos sensibles sobre el uso de datos personales […]. Si tienen la oportunidad de intercambiar la privacidad por seguridad, conveniencia o eficiencia, en muchos casos están dispuestos a hacerlo”.
EL GRAN HERMANO EN XINJIANG. El uso de cámaras y de reconocimiento facial no sirve solamente para luchar contra ladrones de apartamentos o sustituir al portero del edificio, sino también para controlar y reprimir a la población. Es lo que sucede al noroeste de China, en la inmensa región autónoma de Xinjiang, un área diez veces más grande que Uruguay, donde viven 11 millones de uigures.
Los uigures son un pueblo de religión islámica que habla un idioma túrquico. Para neutralizar los movimientos uigures independentistas y acelerar la asimilación cultural, Beijing está utilizando varios medios. Entre ellos, el plan “Unidos como una sola familia”, iniciativa que desde 2014 ha promovido la migración hacia esa zona de más de 1 millón de chinos del Este (sobre todo de etnia han, la mayoritaria en el país) para cohabitar con las familias uigures, controlarlas y difundir entre ellas los valores del nacionalismo chino.
Los uigures que el gobierno estima más peligrosos o menos rápidos en asimilarse son enviados a campamentos de reeducación para cambiar su pensamiento político, su identidad cultural y sus creencias religiosas, ha denunciado desde 2018 Amnistía Internacional. La existencia de estos campos ha sido incluso reconocida por el gobierno chino, que, no obstante, afirma que se trata de centros para “prevenir la radicalización”.
A través de la captura de imágenes satelitales, la Bbc presentó el 24 de octubre de 2018 un reportaje titulado “Los campos escondidos de China”, en el que muestra la rápida expansión de estos campamentos, donde se estima están detenidos entre 120 mil y 1 millón de uigures. Según varios observadores, Xinjiang se puede definir como un experimento totalitario auténtico que contribuye a enriquecer el abastecimiento de datos a manos de Beijing (véase recuadro).
TRABAJAR COMO CHINO, LUCHAR COMO CHINO. Desde la crisis de 2008, y la consecuente caída de la demanda internacional, China ha abandonado el modelo de “fábrica del mundo” para apuntar hacia una producción de mayor calidad y menor cantidad, reforzar el mercado interno y volverse el epicentro de la innovación tecnológica mundial. El camino hacia ese objetivo es sustentado por su inversión pública en investigación científica (cuyo ritmo de crecimiento supera al de lo invertido por Estados Unidos y la Unión Europea, y en 2018 alcanzó 291.000 millones de dólares –el 2,18 del Pbi–, además de ir acompañado de una importante apuesta a la educación), un sector privado altamente competitivo e innovador y un ejército de trabajadores incansables.
El aliento de competencia que guía las empresas creativas está bien representado por lo que Ren Zhengfei, el fundador de Huawei, llama “el espíritu del lobo”: olfato para los negocios, instinto de competencia, sacrificio y cooperación. Aunque empezó vendiendo productos de baja calidad, Huawei hoy es el líder mundial en tecnología 5G, la que comercializa en todo el mundo para enojo de Donald Trump y de la competencia occidental.
La compañía es un híbrido: una multinacional tecnológica beneficiaria de créditos del banco estatal chino para el desarrollo y con acciones en manos de miles de sus trabajadores. En Huawei, como en otras empresas chinas de alta tecnología, se trabaja con la fórmula 9-9-6: de nueve de la mañana a nueve de la noche, seis días a la semana, según han informado medios oficiales chinos como Xinhua y Cctv.
Los trabajadores de la economía digital no son solamente ingenieros o técnicos. Entre ellos hay también fuerza laboral poco calificada. En la actualidad se extiende en las empresas chinas el puesto de etiquetador (data-tagger, en inglés), que enseña a reconocer objetos a una inteligencia artificial: una flor, una ceja o el acento de un hablante. Un etiquetador puede enseñar 40 imágenes por día y ganar 300 dólares por mes. De igual modo, en Estados Unidos, India y otros países, el gigante estadounidense Amazon emplea a través de Amazon Mechanical Turk alrededor de 500 mil etiquetadores para entrenar a una inteligencia artificial. A algunos de ellos se les paga con cupones para hacer compras (Il Manifesto, 28-IV-18).
Pero el paradigma chino de la alienación laboral es Foxconn. Si tienes un IPhone en el bolsillo, en su parte trasera podrás leer: “Diseñado en California y ensamblado en China”. Las ideas que surgen en las oficinas de Silicon Valley se trasforman en materia gracias a obreros chinos que ensamblan los componentes en las fábricas de la empresa Foxconn, donde se trabaja continuamente, con dos turnos diarios de 12 horas cada uno. Quien rechace el ritmo de trabajo se puede ir olvidando de inmediato de su puesto: un inmenso ejército de reserva asegura el reemplazo. En 2012, los trabajadores de Foxconn lanzaron una huelga extrema: subieron a la azotea de la fábrica y amenazaron con lanzarse al vacío si la empresa no mejoraba sus sueldos, según informó el 12 de enero de ese año The New York Times, de acuerdo a declaraciones de la propia empresa y de participantes en la protesta.
Como explica Pieranni a Brecha: “El Partido Comunista Chino [Pcch] tiene una agenda centrada en la producción y el crecimiento. El ritmo de trabajo y los derechos de los trabajadores quedan en segundo plano. Aunque en los últimos tiempos, especialmente en el sudeste del país, los salarios mínimos han aumentado –tanto que incluso las empresas chinas se han mudado a países vecinos donde el trabajo cuesta aun menos–, hay luchas, y casi siempre se deben a reclamos por horas extras no pagadas o accidentes laborales no cubiertos”.
El periodista italiano, que trabajó ocho años en Beijing, explica que “está prohibido crear sindicatos autónomos, sólo hay una gremial obrera, liderada por el Pcch. En 2019 hubo una protesta de trabajadores en Shenzhen, donde solicitaron formar un sindicato, apoyados por estudiantes ‘maoístas’: todos fueron arrestados”. Según él, para entender cómo evolucionan hoy a nivel mundial las condiciones laborales, sobre todo en el sector digital, hay que mirar hacia China, porque es allí –no en Europa ni en Estados Unidos– donde nacieron las primeras protestas de los trabajadores de ese sector, quienes viven una doble restricción: las condiciones de trabajo extremas y los salarios bajos propios de un modelo ultraliberal, y el control político propio de un sistema comunista.
EL LEÓN SE HA DESPERTADO. A principios de abril, cuando en Italia ya se contaban 18 mil muertos por covid-19, Donald Trump prometió a Roma material sanitario y especificó: “Vamos a enviar las cosas que a nosotros no nos sirven”. Curioso envío para un aliado histórico, un país que se benefició del Plan Marshall y que acoge siete bases militares de Estados Unidos.
En las mismas semanas, aterrizaban en Roma médicos y material sanitario provenientes de China. El acontecimiento fue parte de una estrategia mundial que busca matizar la imagen negativa de China como origen del virus y su cuestionado manejo de la comunicación epidemiológica con la Organización Mundial de la Salud al comienzo de la epidemia. Al mismo tiempo, la “diplomacia del tapabocas” busca afirmar el nuevo papel global de Beijing. Según el economista Branko Milanovic, ex jefe del departamento de investigación del Banco Mundial, la pandemia actual de covid-19 es el “momento Sputnik” de China, es decir, la ocasión de ese país para mostrarle al mundo sus alcances nacionales y su liderazgo en asuntos globales. Y de poner a Estados Unidos en condición de segundón.
La diferencia con la competencia soviético-estadounidense por la conquista del espacio vivida en los años sesenta es la actual actitud reacia de Washington hacia el liderazgo mundial. El eslogan “America First” de Trump se ha traducido en la marginalización del Acuerdo Climático de París; la salida estadounidense del Tratado Comercial Transpacífico, de la Unesco y del Consejo de Derechos Humanos de la Onu; el recorte de fondos a la Oms; el boicot a los tribunales de apelación de la Omc; la guerra comercial de Estados Unidos contra China, Europa, Canadá y Japón, y su apoyo a un Brexit desordenado.
Washington venía actuando como protagonista único en el papel de potencia global durante los últimos 30 años, desde la disolución de la Unión Soviética. Mientras tanto China, paulatinamente, año tras año, ha venido trabajando de forma incansable y sin excesos para alcanzar el lugar que su gobierno estima le corresponde: recordemos que en mandarín, China se traduce literalmente como “país que está en el medio”.
Pero, para entender el estado actual de este proceso, es indispensable mirar a quien uno de los periódicos más influyentes de la elite global, The Economist, nombró en 2017 como “el hombre más poderoso del mundo”: Xi Jinping. Desde que asumió el cargo de secretario general del Pcch en 2012, Xi ha concentrado mucho poder en sus manos: es, además, presidente de la república, jefe de las fuerzas armadas, presidente de la Comisión de Seguridad Nacional, director de las comisiones centrales de asuntos financieros, política exterior, reformas económicas, reforma militar… Y también, entre otros varios cargos, titular del Grupo Líder para Asuntos de Internet y del Ciberespacio, encargado de la expansión de los servicios online, la ciberseguridad y la censura en Internet. En 2018, la Asamblea Popular Nacional de China modificó la Constitución del país para eliminar el límite establecido a los mandatos presidenciales. Xi se volvió así, al menos teóricamente, jefe de por vida del Estado.
Según ha señalado la sinóloga Giada Messetti, el actual presidente ya es más importante que Deng Xiaoping –el hombre que abrió la economía china al libre mercado en los años ochenta– y poco menos que el padre de la República Popular, Mao Zedong. Poderoso y determinado para asegurar a China un papel global, señaló en Francia, en 2014: “Napoleón dijo que China es un león dormido. Hoy, el león se ha despertado. Pero es agradable, pacífico y civilizado”.
En los tiempos interesantes que vivimos, el jefe del Partido Comunista más grande del mundo es un defensor declarado del libre comercio, en contraposición a la política proteccionista de Trump. Y propone además una globalización con características chinas, acompañada de una nueva institucionalidad financiera, alternativa a la de Bretton Woods, con el banco del Brics y el Banco Asiático de Inversión en Infraestructura como estandartes, tal como ha señalado el economista Osvaldo Rosales, exdirector de la División de Comercio Internacional e Integración de la Cepal.
UNA PROMESA DE ARMONÍA. Sin embargo, el liderazgo global chino es radicalmente diferente al de Estados Unidos, como no se cansan de repetir en Beijing. En primer lugar, China se presenta como portadora de una cultura milenaria, fundada en la idea de armonía, de la que proviene una voluntad manifiesta de controlar la fragmentación, los conflictos y el desorden producidos por el impetuoso desarrollo capitalista. Contrariamente a Estados Unidos, China no ha manifestado hasta ahora interés en practicar interferencia alguna en los asuntos internos de otros países, ni pretende exportar su modelo político. La única condición, necesaria y suficiente, que ha puesto a los demás Estados para entrar en relación con ella es que reconozcan una sola China. Es decir, que consideren a Taiwán como parte de la República Popular China.
En segunda instancia, Beijing apunta a persuadir con ventajas mutuas y no a imponer sus razones por la fuerza. En ese sentido, quizás su promesa más atractiva es la contenida en la Iniciativa de la Franja y la Ruta. Se trata de un plan de inversión e infraestructura para conectar en una red de intercambios comerciales y culturales no sólo Asia y Europa, sino también África. El proyecto estratégico y logístico más grande de la historia, según el gobierno chino; una nueva forma de neocolonialismo, según sus detractores.
Cualquiera sea la verdad, la relación sinoafricana es vieja. Empezó ya en los años sesenta, en el marco de las relaciones de los países no alineados, y constituye una prioridad para Beijing. Bastan como muestra los destinos de la primera gira internacional de Xi Jinping, en 2013: Tanzania, Sudáfrica y Congo. En el continente africano, China se expande a través de planes de industrialización, construcción de infraestructuras y apertura de nuevos mercados, mezclando intervención pública y privada. Así lo muestra el caso de la empresa privada Transsion, que desde hace años vende en el mercado africano más smartphones que la coreana Samsung y que hoy se encuentra testeando allí tecnologías de reconocimiento facial.
¿EL FUTURO SERÁ CHINO? De todos modos, Pieranni recomienda precaución frente a conclusiones apresuradas acerca del ascenso chino en la escena internacional. Para empezar, señala, hay que medir los efectos que dejará el covid-19 en la economía interna de ese país. El pacto social que asegura el poder del Pcch se funda en un crecimiento económico incesante (en promedio, un 9,5 por ciento anual entre 1980 y 2018, según el Banco Mundial) que ha permitido la aparición de una dinámica clase media y la práctica desaparición de la pobreza: en 1990 el 66,2 por ciento de la población vivía con menos de 1,9 dólares por día, en 2016 ese segmento de la población representaba apenas el 0,5 por ciento (BM). Sin embargo, aún no se han publicado las expectativas oficiales de crecimiento para este año. “Eso no es una buena señal”, apunta Pieranni.
En segundo lugar, el canto de sirena chino ya no suena tan tentador como hace un tiempo. En concreto, varios países de África se empiezan a cuestionar no sólo las condiciones impuestas para devolver los recientes préstamos millonarios de China, sino también la multitudinaria presencia de trabajadores de ese país en suelo africano.
Y, finalmente, debe tenerse en cuenta que la batalla por el desarrollo global de la tecnología 5G no está ganada aún por Beijing. Más allá del boicot actual de Estados Unidos a las compañías tecnológicas chinas, las empresas estadounidenses no se rendirán sin antes pelear por los mercados emergentes, como muestra el caso de América Latina (véase recuadro). “Será un largo juego”, asegura Pieranni.
[notice]La batalla por América Latina
Según la agencia de prensa alemana Deutsche Welle, Huawei y Estados Unidos están trenzados entre sí en una lucha sin cuartel por los usuarios de celulares en Latinoamérica. Hasta ahora, la compañía china marcó varios puntos a su favor: en la venta de smartphones pasó de un pequeño 2,3 por ciento en 2013 a cubrir el 9,4 por ciento del mercado en 2018. Opera en 20 países de la región y está en el top 3 de las marcas más vendidas en México, Colombia, Perú y Centroamérica. Su fuerza es la diversificación: la inteligencia artificial, el cloud computing (o servicios de nube) y, sobre todo, su desarrollo de la red 5G.
En 2018, Huawei Marine Networks desenrolló 6 mil quilómetros de cable submarino de fibra óptica entre Kribi, en Camerún, y Fortaleza, en Brasil, como infraestructura para esta nueva tecnología. Con una incidencia similar en otras regiones del mundo, el avance logístico chino ha provocado en los últimos años la ira de Washington, que acusa a Beijing de utilizar el 5G de Huawei como caballo de Troya para el espionaje.
La geopolítica china en la región se manifiesta también en la crisis venezolana, otro escenario donde se muestra la erosión del poder estadounidense. Beijing ha acudido en varias ocasiones a sostener al gobierno de Nicolás Maduro, asegurándole acceso al crédito y volviéndose su principal proveedor de equipos militares. Sin embargo, explica Pieranni, “China no se mueve ideológicamente, o al menos no sólo. Cuando trata de recuperar préstamos de Caracas, no creo que tenga demasiado respeto. Para China ‘business is business’, luego está la política”.
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Todo bajo control en Xinjiang
En mayo de 2019, Human Rights Watch (Hrw) publicó el informe China’s Algorithms of Repression. Reverse Engineering a Xinjiang Police Mass Surveillance App. A través de un proceso de ingeniería inversa, la organización se dedicó a analizar el funcionamiento de la aplicación de telefonía móvil que los policías chinos en Xinjiang usan para mantener informadas a las autoridades sobre los comportamientos de los ciudadanos uigures.
De acuerdo a Hrw, la aplicación cumple tres funciones generales: “Recopilar información personal, informar sobre actividades o circunstancias que se consideran sospechosas e impulsar investigaciones de personas que el sistema señala como problemáticas”. Para ello, los policías mantienen alimentada la base de datos a través de interrogatorios a la población local y de la información que proporcionan los propios teléfonos celulares y otros dispositivos de los residentes.
“El sistema rastrea los movimientos de las personas al monitorear la ‘trayectoria’ y los datos de ubicación de sus teléfonos, tarjetas de identificación y vehículos; también monitorea el uso de la electricidad y las estaciones de servicio por parte de los habitantes de la región”, dice el informe. Cuando el algoritmo “detecta irregularidades o desviaciones de lo que considera normal, como cuando una persona usa un teléfono que no está registrado como propio, usa más electricidad de lo normal, o si abandona sin permiso de la Policía el área donde está registrada como habitante, señala como sospechosas estas ‘micropistas’ a las autoridades y desencadena la correspondiente investigación”. Según Hrw, además de esos datos, las informaciones de interés a insertarse por la Policía en la aplicación van desde los comportamientos interpersonales y religiosos de los individuos a su tipo de sangre o el color de su auto.
Al control desplegado por este sistema se suma, de acuerdo a Amnistía Internacional, una larga red de cámaras de reconocimiento facial y de retenes policiales en las rutas. En esa línea, en noviembre de 2019, el Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación publicó las China Files, una serie de filtraciones de documentos oficiales que detallan cómo funciona el sistema de recogida de información en Xinjiang y el consecuente encierro en los campos de reeducación de aquellos ciudadanos que el algoritmo señala a las autoridades como peligrosos.
En días no muy lejanos, tanta información personal sobre tantos individuos hubiera sido imposible de almacenar y procesar para su uso eficiente por cualquier servicio de inteligencia competente. Gracias a los avances en la tecnología digital y en la llamada inteligencia artificial, de la que China es uno de los desarrolladores de vanguardia, esos días han terminado hace tiempo.
Francisco Claramunt
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