En la vida de los humoristas, ante cualquier acusación o amago de censura, la defensa suele ir por el lado de la libertad de expresión. Esa libertad se encuentra acentuada por tratarse de algo humorístico; todo esto se da en un contexto que valoriza mucho el respeto a la sensibilidad de las minorías. También se recurre al argumento de que quien dijo las palabras ofensivas no fue una persona, sino un personaje. La idea sería: si nadie se enoja cuando un actor hace de Hitler en una película, ¿por qué habría de enojarnos que un humorista, representando el papel de viejo reaccionario, diga unas barbaridades? Los argumentos van y vienen, y surge la duda: ¿es válido ampararse en un personaje que es confundible con su creador y puede estar siendo usado para decir dichas barbaridades impunemente (sean reaccionarias o no)? Y la respuesta: sí, puede ser válido. Los tiempos que corren obligan a tomar ciertos recaudos.
Por otro lado, muchos de quienes dicen que está mal censurar a un humorista después denuncian en las redes, con la expresa finalidad de que se elimine una cuenta, a algún anormal (un troll real o vocacional) que se hizo el gracioso con temas delicados, como los femicidios o los desaparecidos en la dictadura. Entonces, ¿la censura está bien en casos extremos? ¿Quién define qué es “extremo”? Es una discusión difícil de saldar. La única salida clara parece ser oponerse a toda limitación, y listo. Aunque después sería difícil justificar por qué le partimos una silla en la cabeza a alguien que se hizo el gracioso, presencialmente, en un tema sensible. Sí, ya sé: nunca hay que hacer esas cosas. No estoy haciendo apología del sillazo.
Pero habría que responder esta pregunta: ¿por qué el humor tiene coronita? La respuesta puede venir por el lado de la comunicación y los sobreentendidos. Toda comunicación los tiene. En una charla normal, las aclaraciones que uno haga dependen de con quién y dónde uno esté hablando. ¿Y si el ámbito es público? Todos sabemos lo insufrible que resulta un discurso lleno de salvedades y gestos de comillas hechos con los dedos. Imaginen una nota sobre las protestas en Estados Unidos que empiece así: “La población negra, bueno, afroamericana –no, el término ‘americano’ está mal usado, porque ellos lo usan para referirse a su país y no al continente–… Corrijo: la población afrodescendiente… Aclaración: si bien todos somos afrodescendientes, por ser África la cuna de la humanidad, usamos ese término para diferenciarlos de los que también son negros –dicho sin el menor sentido despectivo; yo tengo amigos negros– pero nacieron en África. Seguramente, entre los manifestantes de Estados Unidos hay gente africana de nacimiento, que también sería afrodescendiente, claro, pero no en el sentido expresado…”. Y así hasta la eternidad. Se termina eligiendo alguna expresión que se considere lo suficientemente precisa y, a la vez, respetuosa.
Eso, en una nota periodística. Imaginemos que alguien iba a hacer un chiste de gallegos (en la época en que eso no estaba tan mal visto): “Va Manolo y se encuentra con José…”. Hay varios sobreentendidos: la audiencia reconoce el acento y sabe que muchos gallegos se llaman Manuel o José. Y, sobre todo, esperan que Manolo diga alguna bestialidad, porque de eso tratan los chistes de gallegos, más allá de lo injusto que pueda resultar.
Un caso más claro es el humor cantado, en el que hay una velocidad y una métrica que respetar. En un par de cuartetas, que suele ser el estándar de planteo-preparación-remate en un cuplé carnavalero tradicional, no da para andar hilando muy fino. Y el público lo entiende, o lo entendía. Si yo canto: “Los blancos van a caballo”, no tengo que aclarar que el Partido Nacional es una entidad plural en la que se aceptan la diversidad de medios de transporte y su confrontación pacífica y enriquecedora en el libre juego democrático. Tampoco debo explicar que sé que no todos los blancos están obligados a subirse a un perisodáctilo équido para ser aceptados como miembros de dicho partido. A nadie, ni siquiera a un miembro del Honorable Directorio que estuviera en el tablado, se le ocurriría exigir tal explicación (que sería pertinente, sin embargo, en una discusión sobre el estado de la caminería rural). ¿Esto me da patente para decir o cantar cualquier disparate? No, claro que no. Pero no por la brevedad; ni siquiera por el humor: será mi propio criterio, ante todo, el que me avise si puedo estar ofendiendo a alguien, si esa ofensa es justa y necesaria, y si me estoy exponiendo a represalias, legales o no.
Por último: la búsqueda de efectividad. Puede parecer algo menor, pero –hasta por un tema laboral– el humorista profesional está obligado a tener un público que lo siga. Ese público es diverso y obliga a oscilar entre distintas formas de humor, desde el más liso y entendible para todos (y aburrido para muchos) hasta variantes más extremas, sea por transgresoras o por retorcidas (y, por lo tanto, probables receptoras de críticas de ofendidos o de gente que no entendió un pomo, y lo dice un experto en no entender chistes).
Todos aman el humor, pero no todos saben que ejercerlo impone estas limitaciones y acarrea estos riesgos. Es una característica intrínseca, sin la que el humor no podría existir. Sí, no siempre es válido escudarse en personajes, sobre todo cuando estos no están muy definidos ni se mueven en un espacio claramente ficticio. En el fondo, a pesar del poema de Lorca y el título de la nota, yo soy siempre yo. Y cualquiera puede enojarse y gritar: “¡Qué animal! ¡¿Cómo va a decir esa salvajada?!” (y sería bueno aplicar los mismos criterios si el humorista es Cotelo, Cucuzú o quien sea). Pero si entramos a judicializar hasta los chistes, no sé dónde terminamos. Seguramente no será en esa sociedad respetuosa y tolerante que se invoca con cara compungida. El humor es así: hacerlo requiere inteligencia; aceptarlo, también. Querer vengar todas las ofensas por la fuerza –aunque sea la fuerza de la ley– puede ser bastante menos digno que ignorarlas.