El 24 de abril el diario El País publicó lo que llamó “la lista definitiva de los álbumes uruguayos más importantes de la historia”1 y provocó un pequeño terremoto en las redes sociales, al develar que entre los 50 discos elegidos no había ninguno realizado por una mujer, ninguno anterior a 1966 o posterior a 2011 y ninguno de otro género que no fuera rock, pop o canto popular. De esa lista como espejo y como gesto habla esta nota.
Probablemente haya empezado con la novela de Nick Hornby y su adaptación al cine protagonizada por John Cusack, quiero decir, esa fiebre por las listas. A mediados de los noventa, Greil Marcus ya había remontado el origen del punk hasta la Edad Media en Rastros de carmín, Kurt Cobain ya se había pegado un tiro, llevándose el rock a la tumba, y John Peel, el DJ de la Bbc, seguía siendo una celebridad gracias a su Festive Fifty, la lista anual de “mejores canciones”, que es un perfecto ejemplo del tipo de persona a la que iban dirigidas las listas (su chart de fin de milenio –equivalente a una lista de mejores canciones de todos los tiempos– incluye en su top five dos canciones de Joy Division, una de The Clash, una de Sex Pistols y, obviamente, “Teenage Kicks”, de The Undertones). Ciertamente, a mediados de los noventa el mundo había empezado a cambiar, sí, señor, porque, en lugar de una habitación propia, los jóvenes empezaron a querer más bien una línea telefónica propia, para que el uso del módem no impidiera las llamadas de la madre a la tía o del padre al mecánico, y en las películas que ahora llegaban por cable ya no eran los rebeldes sin causa quienes se enfrentaban a los deportistas de las fraternidades por el amor de la chica, sino los nerds con pocas habilidades sociales, que, muy pronto y sin que nadie los viera venir, iban a conquistar el mundo. Nerds como Dick y Barry, los empleados de la tienda de discos de vinilo de Rob Fleming, en Alta fidelidad, la novela de las listas. Dick y Barry, quienes están tan solos en la vida y tan concentrados en un único interés –la música y todos sus datos inútiles– que, a pesar de haber sido contratados para atender la tienda tres días a la semana y en medio horario, terminan yendo todos los días sin que Rob pueda evitarlo. Los típicos tipos que escucharían el Festive Fifty y considerarían que el “top five de bandas o músicos a los que habría que pegarles un tiro si sobreviniese la revolución musical” estaría compuesto por Simple Minds, Michael Bolton, U2, Bryan Adams y Genesis. Algo con lo que John Peel estaría perfectamente de acuerdo.
Pero los rankings no son un invento de Nick Hornby ni de John Peel, sino más bien de la revista Billboard, que en 1936 publicó la primera lista de éxitos. En Gran Bretaña fue en 1952, en el entonces semanario New Musical Express. Y estas publicaciones siguieron imprimiendo sus rankings a lo largo de los años, Hot 100 o Top 20, aunque fueran listas de ventas y sólo más tarde se transformaran en algo con mayores pretensiones, cuando empezaron a aparecer cosas como “los 500 mejores álbumes de todos los tiempos” y “los 1001 discos que hay que escuchar antes de morir”: listas elaboradas por críticos que proponían un canon.
CLÁSICOS. Si nos fijamos en el diccionario, las primeras acepciones de la palabra “canon” son: 1. Regla o precepto. 2. Catálogo o lista. 3. Modelo de características perfectas. 4. Catálogo de autores u obras de un género de la literatura o del pensamiento tenidos por modélicos. 5. Catálogo de los libros tenidos por la Iglesia católica u otra confesión religiosa como auténticamente sagrados.
En esos cinco renglones se establece que el canon es una regla que debe cumplirse, una lista, un modelo perfecto, un ideal, un catálogo de obras modélicas. A esto se suma lo “auténticamente sagrado” (en oposición no sólo a lo no sagrado, sino también a lo falsamente sagrado), que, si le sacamos lo religioso, bien vale para la tradición. Lo cierto es que en estas cortas definiciones se conjuran la autoridad, los valores compartidos y la tradición, además de conceptos como los de ideal, perfección y valor constante más allá de lo contingente. Es por ello que establecer un canon (literario, musical o de lo que sea) suele ser una batalla cultural de largo aliento y con muchos muertos.
Y es por eso que John Searle ha dicho: “Nunca hay, en realidad, un canon inmutable, hay un conjunto de juicios tentativos acerca de la importancia y la calidad. Esos juicios están siempre sujetos a revisión y, en los hechos, están siendo constantemente revisados”.2 De modo que, si bien es cierto que nunca se llega a la versión final de un canon, los sucesivos intentos por fijar uno deben ser vistos, por lo menos, como una atribución de autoridad para determinar lo que es modélico y una declaración política y cultural, en la medida en que el resultado no solamente se propone como una lectura de la tradición colectiva, sino que se pone a dialogar con el medio y con su tiempo.
LOS 50 PRINCIPALES. Es inevitable: toda lista viene acompañada de su propia polémica. La más corriente tiene que ver con lo que se incluye y lo que se excluye. Es la crítica más común y la más inane, pero siempre hay quien reclama contra la exclusión de algún artista que le gusta y declara, airado, que su ausencia mina la credibilidad de toda la lista. Otros reclamos tienen más que ver con la metodología.
Lo cierto es que la lista curada por los periodistas Rodrigo Guerra y Belén Fourment, del diario El País, contó con un importante esfuerzo de producción. Contactaron a más de ciento cincuenta músicos, periodistas e integrantes de la industria (productores, agentes de prensa, representantes, dueños de sellos y salas), una tarea que les insumió más de un mes de trabajo. Los resultados fueron presentados con un precioso diseño web que permite filtrarlos por sello y artista, y acompañados por reseñas de los discos, historias y anécdotas. La página te acerca la posibilidad de escuchar los discos a través de Spotify; además, te permite acceder a la lista de los consultados y al análisis de la encuesta que elaboraron sus curadores.
Sin embargo, a pesar de lo atractivo del contenido, es el resultado de la encuesta lo que resulta desalentador. A cada participante se le pidió que hiciera una lista de los cinco mejores discos, en orden de preferencia, lo que quiere decir que, entre los 120 participantes, podían proponer hasta 600 álbumes distintos. Sin embargo, se recibieron 217, lo que significa que hay redundancia en el 64 por ciento de las elecciones. Para empobrecer más el panorama, esos 217 discos son de sólo 113 artistas, lo que achica todavía más el universo.
Esto podría leerse como un abrumador consenso natural entre los consultados sobre cuál es el canon de la música uruguaya. Pero el consenso puede ser producto tanto de una verdad indiscutible respecto a quiénes son los mejores como de un sesgo provocado por la muestra. En este caso a los 120 consultados se les pidió, simplemente, que eligieran los cinco mejores discos en orden preferencial, sin discriminar por década ni género, lo que da una abrumadora presencia de los discos de Mateo, Rada y Jaime Roos, que suman 18 entradas entre los 50 primeros, es decir, un lapidario 36 por ciento de los mejores discos uruguayos de todos los tiempos los hicieron tres personas. Otros 14 discos los hicieron otros siete músicos/bandas, por lo cual con diez bandas se resolvería la música uruguaya y sus misterios.3
Respecto a la disparidad en la representación femenina en el resultado final, era previsible, porque esa disparidad es lo que marcó (y en una buena medida sigue marcando) las condiciones para la producción artística de las mujeres a lo largo del siglo XX. Sin embargo, llama la atención la contundencia de la exclusión, que solamente es explicable por la manera de plantear la muestra (sólo cinco discos), así como por la selección de quienes respondieron la encuesta. Es inexplicable la tremenda disparidad de género en el momento de seleccionar a los entrevistados. De 120 participantes, 97 son hombres y sólo 22 son mujeres.4 Es decir, no es que haya una relación de 60-40 por ciento. Ni siquiera una horrible proporción de 70-30 por ciento. No, la disparidad se refleja en que el 81 por ciento de los consultados son varones y el 19 por ciento, mujeres.
Si discriminamos a los encuestados por profesión, se ve que la mayoría de los consultados son músicos (73), de los cuales 58 son hombres y 15, mujeres. En los periodistas es todavía peor: de 31 periodistas consultados, sólo tres son mujeres. Los restantes 15 participantes en la encuesta son miembros de la industria: 11 hombres y cuatro mujeres.5 Pero la brecha de género es tal que llega, además, a los géneros musicales: hay una abrumadora mayoría de músicos de rock, pop y canto popular, y una ausencia pronunciada de otros géneros, como la música tropical y el tango.
Lo curioso es que, si bien la nota de análisis sobre los resultados de la encuesta menciona la abrumadora ausencia de mujeres (e incluso comenta, con cierto asombro, que sólo seis hombres incluyeron obras de artistas mujeres en su lista de mejores discos), nada se dice de la injustificada brecha de género al elegir a quiénes consultar ni de la predominancia de músicos, sellos y escenarios de pop, rock y canto popular, en desmedro de otros.
Pero hay un consuelo: si nos atenemos a los reiterados y a menudo infructuosos reclamos de las mujeres de la música contra su ausencia en los escenarios, podemos decir que la encuesta, al menos, refleja de manera muy efectiva una característica del medio musical uruguayo: la consistente invisibilización de un gran número de artistas talentosas.
1. “50 mejores discos de la música uruguaya”, Rodrigo Guerra y Belén Fourment. El País, 24-IV-20.
2. “The Storm Over the University”, The New York Review of Books, 6 de diciembre de 1990.
3. Este corte no es totalmente limpio, ya que toma como “de Rada”, discos de Tótem u Opa, y como “de Mateo”, discos hechos a dúo con Cabrera o Trasante. Lo cierto es que el resultado arroja siete discos de Jaime Roos, seis de “Mateo” y cinco de “Rada”, a los que se suman, con dos discos, Zitarrosa, Darnauchans, Cabrera, Drexler, Buenos Muchachos, La Vela Puerca y El Peyote Asesino.
4. La suma total de participantes, cuando se desagrega en hombres y mujeres, da 119 y no 120, porque uno de los encuestados es una banda (Las Cobras), integrada por un hombre y una mujer, que, al votar, clasifica como una entidad única, sin género.
5. En la asignación de profesiones el corte tampoco es limpio, porque muchos de los encuestados tienen varios roles dentro del sector (músico, productor y autor del libro tal y cual, por ejemplo). El criterio fue privilegiar la función más notoria, aunque no se nos escapa que existe un grado enorme de subjetividad en la asignación. Cuando hubo considerables dudas y una de las profesiones listadas era “músico”, se privilegió esta asignación.