Siempre creí que si los militares volvían a patrullar las calles o incluso a gobernarnos, iba a ser como la última vez, sin pedir permiso, atropellando la democracia. Sin embargo, hoy los militares tienen posibilidades de volver a las calles, si el 50 por ciento de la ciudadanía así lo entiende, y se han conformado como la cuarta fuerza política del país, lo cual les dará representación parlamentaria en ambas cámaras. Es el mismo perro con otro collar: los militares avanzan, pero esta vez con las reglas de la democracia, y eso también da miedo.
Es difícil pensar en las implicancias del próximo plebiscito sin pensar en el retroceso ideológico que simboliza; es la coronación de un proceso que no empezó con Larrañaga ni se termina el próximo 27.
Mientras que nos hemos convertido en un país con un avance legislativo modelo en muchos temas, con aborto legal, matrimonio igualitario, cannabis regulado y ley trans –lo cual celebro profundamente–, somos el país con la segunda tasa de presos per cápita más alta de Sudamérica y la 34a en una nómina de 222 países. Somos un país que hace 25 años que aumenta las penas, que tiene el récord histórico de personas privadas de libertad y en el que, al margen de los resultados del próximo 27, hay un alto porcentaje de la población que está de acuerdo con la militarización de la seguridad, con que siga creciendo el número de personas privadas de libertad, con los allanamientos nocturnos y la cadena perpetua.
En Uruguay hace décadas que el paradigma es criminalizar la pobreza, cargando las tintas legislativas contra los eslabones más débiles. ¿O acaso esta reforma se mete con el dinero narco? ¿Acaso se pregunta dónde se lava la plata o cómo entran las sustancias? No, ni siquiera nombra estos eslabones de la cadena, sólo se mete con las bocas, que es como atacar el síntoma, y no la enfermedad. Si cierran una boca, al otro día se monta otra a la cuadra. Son las rutas de financiamiento lo que hay que investigar.
No nos engañemos tampoco, esta mirada no nació con la reforma de Larrañaga ni tiene asidero únicamente en la derecha. Durante los 15 años de gobierno del Frente Amplio (FA) hubo una aterradora inflación punitiva, se aprobó la custodia de las cárceles por militares (se mantuvo la norma que les permite disparar sin tener luego consecuencias legales) y se traspasó a 2 mil militares al Ministerio del Interior para que se integraran a la Guardia Republicana. La misma Republicana que hace unas semanas disparó a mansalva balas de goma contra los manifestantes en la marcha en contra de Upm 2, la misma que en abril agredió a un estudiante menor de edad que fumaba un porro en la puerta del liceo con los amigos (liceo 39, de Piedras Blancas) y la misma que tiene varias denuncias por abusos y torturas en sus entrenamientos.
¿Cuál es, entonces, la diferencia de esta reforma si Uruguay ya se mueve en ese sentido? En primer lugar, esta reforma consolida una orientación y le da jerarquía constitucional. Esto quiere decir que para modificarla no bastará una ley, sino que se requerirán las difíciles mayorías que implican los cambios en la ley fundamental. De lo contrario, incluso aunque sus promotores se arrepientan, la medida seguirá vigente.
Lo distinto, además, es que Larrañaga, cuyo sector luce cada vez más flaco y menos competitivo, utilice esta herramienta con propósitos electorales. Con este movimiento el senador rompe las reglas del juego, y lo que venía sucediendo en silencio y por la vía legislativa pasa a la primera plana, mediante una reforma constitucional. Esto explica por qué, a pesar de que muchos de los candidatos tengan en sus programas propuestas de seguridad de alto tono represivo y punitivo, ninguno lo acompaña en este viaje y ninguno quiere ensuciarse las manos con la iniciativa, ni apoyándola ni jugando fuerte en su contra. No es un detalle menor que no se la haya siquiera nombrado en el debate presidencial.
Al sistema político le toca asumir que, en tanto no se generen políticas integrales que le hinquen el diente a los grandes problemas de desigualdad, la cosa va seguir ahí. No va a cambiar por militarizar las calles, aumentar las penas y llenar las cárceles de gente, sin acceso a la educación, a la salud, a la alimentación y al trabajo, durmiendo entre las ratas, de a diez personas en celdas para dos. Se trata de desigualdad porque las cárceles no están llenas de ricos, porque las penas no se aumentan para los delitos de guante blanco y porque mientras nazca gente en las orillas de la sociedad, que crezca comiendo expulsión, la violencia no va a bajar. No es una novedad que las sociedades igualitarias son las que tienen menos crímenes.
Tras el plebiscito el FA debería mirarse al espejo con sinceridad y reconocer que dichos como los de Gabriela Fulco (presidenta del Inisa), quien propuso el servicio militar obligatorio para menores infractores, y los de José Mujica, quien lo pensó como alternativa para personas con consumo problemático, o las ya olvidadas afirmaciones de Yamandú Orsi del año pasado, cuando, al reflexionar sobre que la cárcel “no rehabilita”, expresó que los presos deberían tener allí la opción de elegir entre trabajar o la cadena perpetua, no son patinadas aisladas, sino que revelan el asidero que tiene el punitivismo entre sus fuerzas.
Hay quienes creen que la cárcel debe ser un castigo y quienes aseguran que muchos de los que infringen la ley son irrecuperables. Mientras, la grieta entre “ellos y nosotros” es la que crece. Es la construcción de un relato en el que, por un lado, están la sociedad y “las personas de bien” y, por otro, “los delincuentes”, como algo ajeno a la sociedad. Allí los medios han sido el actor clave; la crónica roja monopoliza el tiempo de los informativos y es contada favoreciendo estas miradas. Las víctimas siempre tienen una historia, una profesión y una familia. Quienes delinquen no tienen más que antecedentes. Si en un enfrentamiento matan al delincuente, nunca sabremos si trabajaba, de qué, ni si tenía hijos. Esta forma de contar la historia es el campo perfecto para deshumanizar a quien comete el delito y para que esa sed de venganza generalizada, plagada de incomprensión, germine sin dificultad.
La derecha ideológica (es decir, aquella que, si bien puede tener representación partidaria, la trasciende) ha logrado reeditar la teoría de los dos demonios, con la que explicó la dictadura y se justificó: antes el problema eran “los subversivos”, hoy nos dividimos entre “los chorros” y la “gente de bien”. Y una vez más serán los verdes quienes “nos vengan a salvar” de esa amenaza. Esta misma derechización del sentido común explica que en pocos meses un partido militar se haya convertido en la cuarta fuerza política y que nadie cuestione el hecho de que integre una coalición opositora.
El miedo de la gente, que es real, no es un juguete ni un comodín para usar en el momento de la partida que más convenga. La reforma evadió con cintura el debate profundo que Uruguay se merece sobre la seguridad. Evitó hablar de prevención, de políticas integrales, de las grandes rutas del narcotráfico y de la financiación de sus propias propuestas. “Vivir sin miedo” instaló en gran parte de la sociedad la burrada repetida de “algo hay que hacer”, aunque ese algo sea peor.
Tal es el populismo punitivo de esta propuesta que sus redactores ni se molestaron en consultar a militares o policías, quienes, al conocerla, se han manifestado en contra. El propio Julio Halty, quien presidió el Supremo Tribunal Militar de 2008 a 2016, ha sido claro en que los militares no están formados para tareas de seguridad interna (pues reciben una formación más dura, orientada a defender la soberanía y enfrentar a un enemigo) y en que esta diferencia puede ocasionar problemas peores, por el trato de los militares con los civiles. Tampoco se ocupa esta reforma de las víctimas del delito, a las que ni siquiera nombra.
“Vivir sin miedo”, significante vacío si los hay, no es en contra de la delincuencia, como se autodefine. Es en contra de la pobreza, y sólo traerá más violencia, más castigo y más represión a quienes menos tienen.
Estas herramientas, que se muestran como recetas mágicas para combatir los delitos, no sólo son probadamente ineficientes, sino que mañana pueden ser y serán usadas para otros fines, en las marchas, para reprimir al movimiento social o allanar por la noche andá a saber a quién y por qué. Basta ver los ejemplos de estos últimos días de Ecuador y Chile (donde se decretó el toque de queda por primera vez desde la dictadura) para saber lo que hacen los militares cuando se les permite que se ocupen de la seguridad pública. No queremos militares en nuestras calles reprimiendo pibes y pibas pobres, trabajadores, estudiantes y manifestantes. No los queremos entrando a nuestras casas a las patadas de noche. Ese es el miedo; el miedo es lo que vemos en Brasil, en Ecuador y, esta semana, en Chile. Porque no queremos eso nunca más, el martes, en 18 de Julio, más de cien mil personas gritaron bien fuerte ¡no a la reforma! Que el domingo se repita el grito y deje sordos a los que nos quieren quitar derechos.