La izquierda uruguaya no ha tenido una relación fácil con las políticas de verdad y justicia asociadas con las violaciones sistemáticas de los derechos humanos cometidas por el último gobierno autoritario. No la tuvo tampoco con el lenguaje de los derechos humanos que se extendió como sostén del sistema internacional creado luego de la Segunda Guerra Mundial y consolidado en los años setenta, ya en plena Guerra Fría. No sé si de aquellos polvos vinieron estos lodos. Pero el momento se presenta particularmente oportuno para repasar los avatares de esa relación.
Fueron los exiliados de izquierda quienes usaron primero el lenguaje de los derechos humanos para combatir el régimen que los había expulsado del país. Hacia mediados de los setenta, como otros sudamericanos que huían de dictaduras de derecha, estos militantes aunaron esfuerzos con grupos como Amnistía Internacional para condenar las prácticas represivas en sus países frente a gobiernos extranjeros y organismos internacionales. Esta colaboración fue posible, entre otros motivos, porque los exiliados incorporaron un lenguaje político tradicionalmente asociado con el discurso anticomunista de la Guerra Fría y bastante alejado de la retórica revolucionaria que había definido su militancia hasta entonces. La gran mayoría había visto en los derechos humanos una forma de extender la influencia del modelo político y social del capitalismo occidental, un lenguaje contrario a cualquier proyecto emancipador de carácter socialista.
No hay actas de congresos o manifiestos en los que el cambio de actitud aparezca en toda su dimensión política y su complejidad ideológica. Este silencio durante el primer período del exilio, principalmente en Buenos Aires en los años del retorno peronista, puede atribuirse a cierta expectativa sobre el desarrollo revolucionario de la región. De hecho, la urgente necesidad de actuar para precipitar un proceso que parecía inminente todavía a principios de los setenta prevaleció sobre los llamados, que también hubo, a reconsiderar tácticas y estrategias de la militancia de izquierda. A medida que el espacio para la acción revolucionaria se fue cerrando en el Cono Sur, especialmente después del golpe en Argentina, en marzo de 1976, las urgencias se fueron modificando. La percepción de la escalada represiva en la región los llevó entonces a recurrir a todo aquel que pudiera ayudarlos a salvar sus vidas y sus libertades.
En el período anterior, la confianza en el cambio revolucionario como garante exclusivo de la emancipación se enfrentó, de hecho, con la idea de los derechos individuales de alcance universal. La acción política era entendida como una carrera para tomar el centro del poder y subvertir la estructura de clases, lo cual llevó en muchos casos a desdeñar las garantías mínimas para la actividad política, que los uruguayos tanto habían celebrado durante décadas. Hay que decir también que estas garantías habían sido notoriamente limitadas en los años previos al golpe de Estado, con las medidas prontas de seguridad, las clausuras de prensa, los muertos y los heridos en manifestaciones, los presos y los torturados en dependencias policiales y militares, entre otras expresiones de violencia estatal. Aun así, el heroísmo y el sacrificio por la causa eran presentados como inherentes al verdadero compromiso revolucionario. Ningún militante habría aceptado en esos años el rótulo de “víctima”, reservado para la masa que ignoraba aún el curso inexorable de la historia y se negaba, por tanto, a precipitarlo.
Muy lejos estaban estas ideas de la concepción de la política en términos de “víctimas” y “victimarios”, de la defensa de un conjunto básico de derechos individuales y del enaltecimiento de las garantías legales que caracterizaban a los grupos de derechos humanos que por entonces aparecían en Europa y Estados Unidos. Además, estos grupos se relacionaban estrechamente con una serie de organismos internacionales, como la Oea, y gobiernos extranjeros, como el estadounidense, cuyas políticas eran combatidas por la izquierda latinoamericana. La promoción de un balance entre los principios de no intervención y autodeterminación, por un lado, y la creación de mecanismos internacionales para castigar a los gobiernos que violaran los derechos humanos de los ciudadanos, por otro, no formaban parte de las preocupaciones centrales de estos militantes.
Desde su exilio en Buenos Aires, Zelmar Michelini fue quizás el primero en centrar su agenda política en la denuncia de las violaciones a los derechos humanos por la dictadura uruguaya. En los años anteriores a su asesinato, empezó a usar un lenguaje nuevo, que describía la represión menos para resaltar el heroísmo de quienes la sufrían que para caracterizar al gobierno que la practicaba. Posteriormente, otros sectores advirtieron que los militares tenían la intención de permanecer en el poder y se hicieron expertos en los mecanismos internacionales de denuncia en un momento marcado por el cambio en la política exterior de Estados Unidos, con Carter. Las peticiones ante las Naciones Unidas y la Oea a fines de los setenta muestran que miembros del Partido por la Victoria del Pueblo, comunistas y tupamaros, para nombrar tres grupos de los más afectados por la represión, ya manejaban hábilmente todos los aspectos formales que estas organizaciones requerían. Sin embargo, fracasaron repetidamente en el intento de crear un frente de lucha contra la dictadura basado en los derechos humanos. Aunque se trataba de una forma eficaz de denuncia frente a amplias audiencias internacionales, no logró fundar un programa emancipatorio de más largo alcance.
HACIA LA DEMOCRACIA. Luego del plebiscito de 1980, cuando las oportunidades de participación política se abrieron en Uruguay, la mayoría de los exiliados declaró que su actividad estaba ahora centrada en apoyar la movilización interna. Mientras Reagan ponía fin a una época, las denuncias internacionales perdían importancia. Además, en 1981 se fundó en Uruguay el Servicio Paz y Justicia, el primer grupo de derechos humanos en sentido estricto de la escena nacional, en contraste con otros países del Cono Sur, donde estos grupos actuaban desde la instalación de las dictaduras. Frente a todo esto, la recuperación del espacio político en el país se transformó en el foco de atención de la izquierda. Si las elecciones internas de 1982 mostraron la divergencia de opiniones entre algunos exiliados y sus compañeros dentro del país, los posicionamientos posteriores dejaron claro el predominio de estos últimos en la toma de decisiones.
Grandes conflictos internos marcaron la estrategia de la izquierda en la transición, pero terminó imponiéndose una postura que subordinaba los reclamos de verdad y justicia a las necesidades de un pronto tránsito a la democracia. Para convertirse en un interlocutor legítimo, la mayoría decidió dejar de lado las demandas que parecían excesivas. Lo interesante de este giro fue que los derechos humanos ya no funcionaban como una forma moderada de ganar la simpatía de amplias audiencias, sino como un discurso de connotaciones radicales en la escena política nacional. En esta etapa, la izquierda hizo de los derechos humanos un “discurso de la memoria”, es decir, más una forma de difundir las experiencias de sus militantes que un planteo sobre las consecuencias legales para los responsables de la represión. En este discurso testimonial, los militantes aparecían simultáneamente como víctimas de la dictadura y héroes de la democracia, en una interesante reformulación de la retórica heroica revolucionaria para legitimar el compromiso democrático de la mayor parte de la izquierda en los ochenta.
Luego de la recuperación democrática, los derechos humanos volvieron a aparecer, como una de las principales banderas de la izquierda, reclamando, ahora sí, verdad y justicia en un ambiente político, el del gobierno de Julio María Sanguinetti, fuertemente comprometido con la impunidad de los mandos militares y civiles del período autoritario. En esta etapa, se apostó a la supuesta capacidad de la justicia para resolver un tema sobre el que no había consenso ni voluntad política en los más altos niveles. Al mismo tiempo, el derrumbe del socialismo real confirmó la necesidad de buscar nuevas formas de expresar el viejo anhelo emancipador. Con idas y vueltas, el lenguaje de los derechos humanos resultó capaz de cumplir ese papel, no sólo respecto de los legados traumáticos del pasado reciente, sino también como sustento inicial de lo que ahora llamamos “nueva agenda de derechos”. El entusiasmo y la esperanza que marcaron el enorme movimiento social que llevó adelante la campaña por el voto verde, hace tres décadas, fueron la expresión de esas búsquedas y ese encuentro, que no murieron con la derrota de abril de 1989.
LOS GOBIERNOS DEL FA. En las décadas siguientes, el movimiento de derechos humanos mantuvo viva esa llama, muchas veces al margen de los intereses más inmediatos de la izquierda política. La llegada del Frente Amplio al gobierno en 2005 la reavivó. La primera administración de Tabaré Vázquez marcó un cambio profundo respecto de la voluntad política de investigar los crímenes de la dictadura y dar curso a su trámite judicial dentro de los marcos legales vigentes. Se tomaron algunas medidas en el terreno de las denominadas “políticas de la memoria” y otras fueron dirigidas al conocimiento más profundo de lo sucedido en los años de la dictadura; estas últimas incluyeron excavaciones en predios militares y la convocatoria de un equipo universitario para dar cumplimiento a la ley que, avalada por el voto popular en el referéndum de 1989, había hecho prescribir la “pretensión punitiva del Estado”, pero que, de todos modos, habilitaba la investigación sobre los casos de desaparición forzada ocurridos entre 1973 y 1984. La reapertura de algunos juicios y la condena de algunos responsables fueron también parte de este impulso, que muchos consideraron, con buenas razones, tan bienvenido como insuficiente. El plebiscito de 2009 mostró la sostenida decisión de los grupos comprometidos con esos reclamos y también los límites de un encare que no lograba concitar suficiente apoyo popular. Así, el tema perdió prioridad en la agenda política, pero sin salir nunca del todo del debate público.
Una década más tarde, luego de 15 años de gobiernos frenteamplistas, los coletazos de lo que no se hizo para cambiar el sentido y la misión de las Fuerzas Armadas, incluido, de modo primordial, que todos los acusados de esos crímenes respondieran ante la justicia, desataron una de las crisis más graves que haya vivido el país desde el fin de la dictadura. Parece mentira que el centro siga siendo el nefasto José Nino Gavazzo y que tengamos que seguir escuchando a Sanguinetti hablar de un asunto sobre el que no tiene ninguna autoridad moral ni política. Pero era hora de que la izquierda en el gobierno se hiciera responsable de llamar la atención sobre un proceso de transición a la democracia que en la interna militar ha llevado ya demasiado tiempo. En la historia, como saben mejor los pueblos que los historiadores, nada se cierra nunca. Todo depende de nuestra voluntad de seguir buceando en el pasado para entender el presente. Tomar nota de los cambios es tan importante como reconocer las continuidades. Sin desconocer los errores del gobierno en el manejo de este asunto, me siento en la obligación de reconocer que, a más de seis lustros de la recuperación democrática y al terminar su tercer mandato, la izquierda uruguaya marcó finalmente un límite, un momento en el que la impunidad se hizo demasiado flagrante para seguir soportándola. Ojalá que en Uruguay no tengamos nunca un presidente que nos llame a festejar un golpe de Estado. Que nadie deje de hablar de los crímenes de la dictadura. Que nadie se olvide de que este mes perdieron sus cargos varios de los que querían que olvidáramos (pero tampoco de cuántos quedan).