Winter is coming - Brecha digital

Winter is coming

Los últimos datos del Pbi indican tendencia al estancamiento.

La reciente publicación de las Cuentas Nacionales de 2018 confirma una tendencia que se avizora desde hace tiempo: Uruguay consolida la fase otoñal de su ciclo económico y se prepara para recibir el invierno. Según las últimas cifras, el producto bruto interno (Pbi) creció 1,6 por ciento en 2018, a lo que se suma el estancamiento de los últimos tres trimestres. En los cuatro años completados de gobierno de Tabaré Vázquez, el Pbi creció un promedio de 1,57 por ciento por año, muy lejos del 5,4 por ciento promedio de los primeros dos gobiernos del Frente Amplio. Una tendencia similar registra el poder de compra de los salarios. Entre 2005 y 2014, creció 4,25 por ciento al año, mientras que desde 2015 lo hizo a razón de 1,56 por ciento y, en 2018, apenas 0,18 por ciento, a lo que podemos agregar 60 mil puestos de trabajo menos durante el último período de gobierno. Dado que el elenco político y económico no ha cambiado, las causas del declive hay que buscarlas en otro lado.

Una primera aproximación resulta de analizar la tasa de ganancia observada antes del pago de impuestos (línea negra en la gráfica), jerarquizando aquello que la economía neoclásica esconde: el capitalismo es un organismo social que sólo funciona si produce más dinero. La evolución reciente de este indicador entre 2000 y 2018 evidencia una fase de recuperación a posteriori de la crisis de 2002, que se extendió con oscilaciones hasta 2013, luego de la cual la tasa de ganancia inició una fase de retracción sostenida.

Tasa de ganancia del capital (eje izquierdo) y esfuerzo inversor neto (eje derecho), 2000-2018 (%)

Esta crisis de rentabilidad está produciendo una verdadera huelga de inversiones, lo que se observa al analizar el esfuerzo inversor (barras grises), que se obtiene al medir la inversión total menos las amortizaciones sobre las ganancias totales. Este indicador muestra que, si entre 2007 y 2015 los capitalistas destinaron en promedio 11 por ciento de sus ganancias a incrementar la masa de medios de producción de la economía, en 2017 y 2018 dicho porcentaje se volvió negativo. Esto significa que se están comiendo sus propios activos, que vendría a ser lo mismo que cuando una familia tiene que vender el auto y la casa para hacer frente a sus gastos cotidianos.

Estas tendencias no hacen más que evidenciar la fase otoñal del ciclo económico uruguayo. Se trata de una estación caracterizada por el estancamiento, que en términos políticos se expresa en una suerte de empate, puesto que ningún sector social le puede imponer al otro el ajuste necesario para relanzar el crecimiento. Como nadie está ganando, crece el malestar social de los empresarios que no tienen la rentabilidad esperada y de los trabajadores que ya no ven crecer su capacidad de consumo. Y, cuando el malestar crece, el fusible es el gobierno de turno. No por casualidad, cambios políticos centrales en la historia de Uruguay han estado precedidos de otoños (e inviernos) económicos.

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Las estaciones económicas no son algo exclusivo de Uruguay. Los ciclos económicos de expansión y crisis son inherentes de las sociedades capitalistas, y no porque las crisis sean una anomalía o el resultado de malas políticas, sino porque, por el contrario, son la fase necesaria para preparar una nueva etapa de expansión mediante la liquidación de las empresas ineficientes y la reducción de costos laborales e impuestos. Sin embargo, dadas sus propias características, en Uruguay estos ciclos son más pronunciados.

Esto porque, al menos hasta ahora, las fases de crecimiento de la economía uruguaya dependen de dos variables centrales: la apropiación de renta agraria y la inmigración de capital extranjero (deuda externa y/o inversión extranjera directa), que en general llega cuando la renta agraria está en expansión. Cuando ambos factores se combinan, Uruguay está en verano, ya que la economía tiene a disposición un fondo extra que permite viabilizar a unos capitalistas que hace tiempo perdieron el tren global de la productividad. Con este turbo que es la renta agraria, la economía crece, los salarios se expanden, el Estado puede aumentar sus gastos brindando más y mejores servicios, cae el desempleo e incluso se atraen trabajadores del resto del mundo. Es el tiempo en el que se escucha hablar de “la democracia modelo de América Latina”, la “Suiza de América”, el “país de primera”.

Pero tanto la renta agraria como los flujos de capital extranjero dependen de factores internacionales. Si los precios de los bienes primarios que Uruguay exporta caen y las tasas de interés internacionales suben, el país comienza a observar cómo se marchita lo que en verano había florecido. Sin esos dos flujos, la tasa de ganancia se retrae, los capitales inician su huelga de inversiones y el Pbi se estanca. Sin condiciones para seguir acumulándose, el capital empieza a presionar para bajar salarios, con el argumento de que es para defender el empleo y recortar el gasto público (bajar impuestos) en aras de la muy cristiana austeridad.

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Para volver a la primavera, primero hay que pasar por el invierno: la estación del desempate, que desnuda las contradicciones del capitalismo uruguayo y resuelve los nudos que traban la recuperación de la tasa de ganancia aliviando gastos. En nuestra historia reciente, los inviernos fueron las estaciones para liquidar el capital sobrante, bajar salarios, recortar el gasto público y expulsar población trabajadora sobrante. Durante la última dictadura militar, el salario real cayó 50 por ciento y emigró alrededor de 10 por ciento de la población. La crisis del neoliberalismo noventero desembocó en 2002, nuevamente con la caída del salario real, el recorte del gasto público y la emigración de miles de trabajadores y trabajadoras.

Mal que nos pese, el problema de fondo no parece estar en el plano de las políticas económicas o los elencos políticos, puesto que estos son más bien mediaciones entre el movimiento estructural y su expresión concreta. El problema de fondo es la estructura, lo que no significa que lo económico determine lo político, sino que ambos son dos caras de un mismo movimiento general y constituyen una unidad. Los uruguayos, pero también los latinoamericanos en general, vivimos entrampados en una estructura social que periódicamente, cuando llega a sus cuellos de botella, nos enfrenta a los unos y a los otros en una disputa directa por el reparto de una torta que se reduce y por la propia supervivencia: el empresario que precisa abaratar costos para continuar conduciendo su capital, el trabajador que lucha por el empleo y el salario para sobrevivir, el cuentapropista o el pequeño productor que luchan para sostener su lugar como pequeños mercaderes.

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Con el otoño instalado, la fuerza en el gobierno viene respondiendo al creciente malestar con tres elementos discursivos: remarca que ellos gestionaron el verano económico, recuerda que en los noventa se vivía pésimo y que la región hoy está peor, y ofrece “más y mejor gestión” para enfrentar la desaceleración. El problema es que cualquier propuesta que quiera enfrentar la tendencia general con el empeoramiento de las condiciones materiales de vida y el deterioro de los marcos de convivencia social y política a las que nos lleva el capital en su fase regresiva precisa, como programa de mínima, enfrentar decididamente la estructura de desigualdad económica y política de Uruguay.

El dilema con la concentración del ingreso y la riqueza no radica únicamente en que es injusto y lesiona las bases de una democracia plena, sino además en que es ineficiente a los efectos de diagramar un proyecto de sociedad sostenible económica, política y ambientalmente. La desigualdad trae aparejada una estructura de privilegios de clase altamente costosa, en tanto parte del excedente económico que producimos uruguayos y uruguayas; termina dilapidado en consumo suntuario o alojado en activos en el exterior. Según datos recientes del Banco Central, hoy permanecen acumulados en el extranjero activos propiedad de privados uruguayos por más de 24.000 millones de dólares, es decir, más de 40 por ciento del Pbi nacional actual. A lo que debemos sumar los 1.400 millones de dólares que, anualmente, la sociedad uruguaya transfiere a los propietarios de tierras sin ningún tipo de trabajo como contrapartida, cifra superior al presupuesto anual del Mides y del Ministerio del Interior. La paradoja es que, en muchos casos, son estos mismos rentistas que tienen sus capitales en el exterior los que luego nos hablan de la importancia del esfuerzo, el trabajo y la austeridad. ¿A quién se le está pagando por no trabajar en Uruguay? Más que el costo del Estado, lo que hay que bajar es el costo de la elite nacional, que no es precisamente el quincemilpesista, el laburante público o la señora que cobra un plan alimentario, que son sectores en los que hoy se nos propone ajustar.

La consolidación del otoño y el advenimiento del invierno no es cosa a despreciar. Históricamente, estas etapas han aparejado un incremento de la conflictividad política y se han resuelto con un recambio más o menos drástico de las formas de gobernabilidad o de los elencos políticos. No somos la democracia sueca porque no somos el capitalismo sueco. La última vez que ingresamos a una larga fase de estancamiento luego de un boom de crecimiento apalancado por la renta agraria (neobatllismo), el Estado uruguayo terminó destrabando el empate a favor del capital mediante una dictadura cívico-militar.

Hay que preguntarse si el estancamiento y la crisis que puede seguir a la bonanza rentista no se llevará puestos también los marcos de convivencia política que emergieron del pacto del Club Naval, entre ellos, la impunidad, cuyos coletazos llegan hasta hoy. El tiempo gira en el aire y, para cambiar las tendencias en curso, la primera tarea es reconocer el capital en el centro de nuestros problemas.

*    Integrantes de la Fundación Trabajo y Capital y del comité editorial de www.hemisferioizquierdo.uy.

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