Doris Lessing tenía
88 años en 2007, cuando ganó el premio Nobel. Su hijo Peter se encontraba
enfermo y ella estaba cuidándolo. No se había enterado de la noticia. Cuando
los periodistas y fotógrafos que acudieron a su casa le explicaron el motivo
del alboroto, ella dijo: “Oh, Cristo”, y volvió a entrar. Al cabo de
unos minutos, salió de nuevo y se sentó en los escalones de la entrada. Allí,
sentada frente a los micrófonos, rodeada de plantas, desaliñada y con el pelo
alborotado, Lessing mostraba sus manos abiertas y se tocaba la frente: “Todo
este asunto no tiene gracia –les dijo–, es estúpido y grosero”.
Su nombre había danzado en el bolillero del Nobel durante tanto tiempo que ya
se había instalado la certeza de que nunca lo ganaría. Cuando por fin se lo
otorgaron, estaba demasiado can...
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