El Escuadrón de la Muerte –como genéricamente se llama a una constelación heterogénea de grupos terroristas parapoliciales y paramilitares que operaron desde mediados de 1970 hasta comienzos de 1973 bajo la dirección de los ministerios del Interior y Defensa y de la Presidencia de la República– nació en la embajada de Estados Unidos en Montevideo. Fue impulsado por los agentes encubiertos de la cia –algunos con fachada diplomática, otros como asesores de la Agencia Interamericana de Desarrollo– que supervisaban la Dirección Nacional de Información e Inteligencia.
Por lo menos cinco funcionarios policiales de jerarquía integrantes del Escuadrón estuvieron a sueldo de la cia: los inspectores Víctor Castiglioni y Jorge Grau Saint Laurent; el comisario Hugo Campos Hermida; el oficial inspector Pedro Fleitas, y el fotógrafo policial Nelson Bardesio. También colaboraban con la cia tres civiles: el ex interventor de Secundaria y subsecretario del Ministerio del Interior Armando Acosta y Lara, el médico paraguayo Ángel Pedro Crosa Cuevas y el entonces estudiante Miguel Sofía, miembro de la Juventud Uruguaya de Pie (jup), una banda fascista que desde mediados de los años sesenta realizaba sistemáticos atentados y agresiones contra estudiantes y sindicalistas.
A partir de julio de 1970, el Escuadrón adquirió otra dimensión y proyección con la formación de grupos clandestinos que centrarían sus objetivos hacia lo que se denominaba la periferia del mln: familiares de guerrilleros clandestinos, abogados de presos políticos y activistas estudiantiles investigados por su posible vinculación con los guerrilleros. El cambio cualitativo fue la decisión de utilizar explosivos plásticos para los atentados y de concretar desapariciones y asesinatos a modo de represalia.
En setiembre de 1971, tres meses después de la desaparición del estudiante Abel Ayala, del asesinato de Manuel Ramos Filippini (cuyo cuerpo fue abandonado en unas rocas de Pocitos acribillado de catorce balazos y lacerado por múltiples torturas), y de la desaparición de Héctor Castagnetto (véase en este informe la confesión de Bardesio), el ministro del Interior del gobierno de Jorge Pacheco, el brigadier Danilo Sena, admitía explícitamente el vínculo oficial con las bandas parapoliciales. En un despacho a Washington el embajador de Estados Unidos, Charles Adair, resumía los términos de una conversación con el ministro: “Dijo que Uruguay en esos momentos estaba en guerra contra el terrorismo y que en esa lucha era necesario recurrir a todo tipo de acciones. Luego afirmó que existía una muy real posibilidad de que el mln, a través del temor, sucesivamente paralizara y neutralizara a todos los elementos que se oponían a su intento de destruir las instituciones uruguayas. El gobierno uruguayo tenía que demostrar que el mln no era todopoderoso y eran necesarios muchos y diferentes tipos de acción para comprobarlo”.
En diciembre de ese año un informe de la embajada estadounidense hacía un balance de la operativa del Escuadrón: “Existen serias dudas de que tales grupos hayan sido eficaces contra los tupamaros o los otros izquierdistas que constituyeron sus principales objetivos. La acción en menor escala de estos grupos distrajo la atención oficial y el esfuerzo por mejorar los programas antisubversivos de la policía normal, y a la vez despertaron cierta simpatía del público por las víctimas izquierdistas del ‘Escuadrón de la Muerte’”.
Una reflexión similar a la del ministro Sena, reproducida también en un documento desclasificado del Departamento de Estado, fue trasmitida en una conversación con diplomáticos estadounidenses por el entonces candidato presidencial Jorge Batlle. Batlle se lamentaba de que su derrota en las elecciones de noviembre de 1971 hubiera abortado un “plan” para la solución de la violencia, por lo que sólo quedaba combatir a la subversión “con sus propios métodos”.
La nueva estructura del Escuadrón exhibía, en el otoño de 1971, un nivel de decisión y de autorización de operativos que recaía en los subsecretarios del Interior y de Defensa. A lo largo de ese año ocuparon la subsecretaría del Interior el abogado Carlos Pirán, el coronel Julio Vigorito y el profesor Armando Acosta y Lara. En un nivel inferior se ubicaban los funcionarios que oficiaban de enlace: el coronel aviador Walter Machado, primero, y después el capitán de navío Jorge Nader Curbelo coordinaban con el Ministerio de Defensa. A su vez, el capitán de la Armada Ernesto Motto Benvenuto realizaba tareas de enlace del Estado Mayor Naval con la Jefatura de Policía. El inspector Pedro Fleitas, secretario del coronel Volpe (encargado por el presidente Pacheco del Registro de Vecindad), hacía de enlace con los jefes de los grupos operativos. Los jefes de departamento de la Inteligencia Policial (Castiglioni, Macchi, Campos Hermida) eran responsables de suministrar armas, explosivos, vehículos, cobertura y eventualmente personal.
El médico paraguayo Crosas Cuevas era de alguna manera el jefe operativo de varios grupos del Escuadrón. De las confesiones de Bardesio a los tupamaros surge que estaba en posición de dar órdenes al subcomisario Óscar Delega, al oficial Fleitas, al subcomisario Pablo Fontana y al propio Bardesio, quien oficiaba de coordinador entre los grupos (por lo menos tres) y el Ministerio del Interior.
Los miembros del Escuadrón se reunían en el estudio fotográfico Sichel, de la calle bulevar España, donde Bardesio revelaba las fotografías tomadas en el Aeropuerto de Carrasco de los pasaportes de viajeros con destino a Cuba, y que después entregaba a sus contactos de la cia en la embajada estadounidense. Una casa de la calle Araucana, en Carrasco, alquilada por el Ministerio del Interior, era otra base de operaciones del Escuadrón, regenteada por el paraguayo Crosas y Miguel Sofía. Algunas reuniones se efectuaron en el apartamento del embajador de Paraguay en Montevideo, en el edificio Panamericano, mientras que las instalaciones del Club Naval servían para sesiones de entrenamiento de miembros del Escuadrón.
Desde el Ministerio del Interior se desarrollaron los contactos con aparatos de inteligencia de Argentina, Brasil y Paraguay, con vistas a obtener apoyo para los grupos parapoliciales. Pirán –quien expresamente encomendó a Bardesio la formación de un grupo operativo que después se conocería como Comando Caza Tupamaros– negoció con la side argentina el desplazamiento de cuatro policías que realizarían entrenamiento en el uso de armas y explosivos. El acuerdo se tejió directamente entre el presidente Pacheco y el general Roberto Levinston, que había sucedido en la presidencia argentina al general Onganía. Uno de los policías que recibían los cursos, Nelson Benítez Saldivar, reveló que en el interin Levinston fue desplazado por el general Alejandro Lanusse, lo que generó inquietud respecto de la suerte que podrían correr los “estudiantes” en Buenos Aires. Benítez contó que a los pocos días fueron informados: “No se preocupen que hoy Lanusse confirmó el curso con el presidente Pacheco en comunicación directa”. Los contactos con Brasil fueron realizados por el comisario Campos Hermida por orden del subsecretario Acosta y Lara. Por lo menos dos funcionarios de la Dirección de Inteligencia se trasladaron a Brasil; ambos participaron en el asesinato de Castagnetto.
OTRAS APOYATURAS. La embajada estadounidense en Montevideo tenía una visión más general: un documento de diciembre de 1972 hacía un balance de “la asistencia de terceros países en seguridad interna”. Los asesores (el capitán Morgan, el coronel Kerr y teniente coronel Haynes) se manifestaban incapacitados para estimar el monto de la “asistencia abierta” que las fuerzas policiales y militares uruguayas recibían de sus vecinos, aunque suponían que, “en todo caso, no es ni grande ni decisiva para los esfuerzos antiterroristas de las Fuerzas Conjuntas”.
El mayor volumen de ayuda consistía en el suministro de municiones, armas cortas, gases lacrimógenos, y equipo de transporte y comunicaciones, e involucraba “varios milllones de dólares”; pero la principal ayuda “es el entrenamiento en las escuelas militares argentinas, así como en las de Brasil y España”.
Junto con la asistencia abierta –afirmaba el documento desclasificado por el Departamento de Estado– “hay también evidencia de que Argentina, Brasil y quizás Paraguay hayan dado alguna clase de soporte para los grupos uruguayos clandestinos antiterroristas. Tal ayuda no ha llegado a través de los canales militares regulares, pero sí a través de las respectivas agencias de seguridad en los dos países, el Servicio de Información del Estado (side) de Argentina, y el Servicio Nacional da Informação (sin) de la Policía Federal de Brasil”. El informe evaluaba que debía existir una “variedad de grados de coordinación en inteligencia” entre los servicios uruguayos y los de los vecinos.
Esta clase de “asistencia” encubierta desde Argentina estuvo “limitada al entrenamiento de unos pocos oficiales”. En cambio, afirma el documento, “los brasileños entrenaron a militares y policías uruguayos vinculados a grupos antiterroristas que pusieron bombas, secuestraron y hasta mataron a sospechosos de ser miembros de grupos terroristas de la izquierda radical”.
LAS ACCIONES. Ciertas armas y los explosivos plásticos llegaron a Montevideo por valija diplomática desde Brasil y fueron usados en el rosario de atentados que jalonaron la campaña electoral de 1971. Además de las decenas de atentados contra los locales de los comités de base del Frente Amplio, y contra las sedes de los partidos que lo integraban, un blanco predilecto del Escuadrón fueron los abogados defensores de presos políticos. Arturo Dubra, Dellacqua, Alejandro Artuccio y María Esther Gilio sufrieron atentados reiterados que destrozaron parcialmente sus casas. Profesores de enseñanza secundaria fueron objeto sistemático de atentados con bomba, así como editoriales, librerías e iglesias. Entre comienzos de 1970 y comienzos de 1972 se contabilizaron más de 200 atentados, 54 sólo entre noviembre de 1971 y marzo de 1972. Ni uno solo de esos hechos fue investigado por la Policía. Ningún responsable fue identificado (véase cronología del semanario Marcha).
Por lo menos en dos ocasiones el Escuadrón intentó asesinar al candidato presidencial del Frente Amplio, el general Liber Seregni, durante las giras de campaña electoral. Una emboscada planificada en Rivera logró ser eludida cuando la dirección del Frente Amplio cambió el recorrido de la caravana a último momento, gracias a un alerta. En Castillos la caravana fue tiroteada y en el tumulto durante un acto murió un joven de un disparo.
Otro asesinato planificado por el Escuadrón sucedió el 28 de febrero de 1972 y al parecer fue una respuesta directa al secuestro de Bardesio, ocurrido tres días antes. El cuerpo del estudiante Ibero Gutiérrez, de 22 años, fue abandonado en un baldío a pocos metros de la intersección de Camino de las Tropas y camino Melilla; exhibía fracturas múltiples y 13 impactos de bala. A su lado un cartel decía: “Vos también pediste perdón. Bala por bala. Muerte por muerte. Comando Caza Tupamaros”.
El 14 de abril de 1972, en función de las confesiones de Bardesio, los tupamaros desataron una violenta acción de represalia (véase cronología de Marcha) y simultáneamente enviaron a diversos legisladores los casetes con los interrogatorios al fotógrafo policial, transcripción conocida como “las actas de Bardesio”. Una mayoría parlamentaria prefirió ignorar las evidencias sobre la existencia del Escuadrón de la Muerte. De todas formas, los grupos paramilitares y parapoliciales dejaron de operar. Las Fuerzas Armadas ocuparon su lugar, y a partir de la declaración del estado de guerra interno desplegaron los mismos métodos pero en una dimensión superlativa, configurando el terrorismo de Estado que implicó la violación sistemática de los derechos humanos durante más de una década.