La muerte del músico estadounidense Tom Petty, el pasado domingo mientras se encontraba en la gira que celebraba los 40 años de su grupo, The Heartbreakers, pone fin a una carrera prolífica y sólida que incluye además a The Traveling Wilburys, uno de los supergrupos más recordados de todos los tiempos.
Tom Petty fue un ejemplo de hasta qué punto la trascendencia de un músico depende de sus canciones y de cómo éstas impactan en la vida de unas cuantas personas, al margen de todo lo que suele orbitar en el universo del rockstar al uso. Fueron las canciones, sin la épica del artista socialmente comprometido ni la mitología del adicto resucitado, lejos de cualquier manifestación demagógica o explosión de carisma, en suma, fuera de todos los grandes relatos –a esta altura más que nada estereotipos– que suelen abonar la fórmula sexo, drogas y rocanrol, las que convirtieron a Petty en uno de los grandes bastiones de la música estadounidense de los últimos 40 años. Si no llegó a estas latitudes en toda la dimensión que tal vez su obra hubiese merecido –nunca se presentó en vivo en Argentina o España, de hecho– fue justamente porque no encajaba del todo en ninguno de esos recipientes que la industria tiene preparados a la espera del siguiente fenómeno global. Su virtud fue hacer de ese no lugar su lugar propio e intransferible. Sin la cara demasiado bonita de ciertos frontmen, al margen del aura de misterio y autodestrucción de otros (aunque existieron los excesos, nunca fueron su carta de presentación), instrumentista eficaz pero sin estridencias y vocalista de timbre particularmente gastado pero agudo que ganaba más por intención que por técnica, Petty tenía un poco de todo, era varios al mismo tiempo y todos buenos, tanto que al final la industria lo dejó moverse entre líneas y su obra trascendió el tiempo. Los hits no estaban en su horizonte, pero cada tanto demostraba que sabía cómo fabricarlos: “American Girl”, “Free Fallin”, “I Won’t Back Down”, “Learning to Fly”, “Mary Jane’s Last Dance”, entre otras de una lista que cada quien completará como prefiera.
Si algo hay que agradecerle a la industria del disco es la parte más esencial de su trabajo: dejar registro de obras como las de Petty, Bowie, Cohen y otro largo etcétera de muertos recientes que seguirán ahí por toda la eternidad. Suele decirse que artistas de este calibre nacen sólo una vez cada veinte, treinta o cuarenta años. La realidad parece indicar más bien que ya ni siquiera nacen y que mueren con demasiada frecuencia. A Petty le tocó el pasado domingo, días después de llenar el Hollywood Bowl de Los Ángeles y poco antes de cerrar en Nueva York una enorme gira que celebraba los 40 años de su histórico grupo The Heartbreakers. Más allá del ineludible juego de palabras –su muerte fue por un infarto masivo en medio de una gira con los “rompecorazones”–, tiene sentido que encontrara el final en medio de una gira incansable por la carretera. Quizás, eso sí, demasiado temprano, a los 66 años. Petty parecía tener más años de los que realmente tenía, porque su carrera fue a un tiempo prolífica e intensa. Solía contar que todo había empezado a los 11 años cuando se encontró con Elvis Presley en el set de filmación de Follow that Dream (1962) y quedó obsesionado con la idea de convertirse en músico, intentando más tarde encontrar un lugar a mitad de camino entre los Beatles y los Rolling Stones.
El sueño de Petty fue completado por Mike Campbell (guitarra principal, bajo, teclados, mandolina), Benmont Tench (piano, órgano, sintetizador, coros) y Ron Blair (bajo, coros), por nombrar a los miembros más duraderos de The Heartbreakers, su banda insignia desde 1976 hasta el final, junto a la que firmó una docena de álbumes, entre los que cabría mencionar Tom Petty & The Heartbreakers (1976) y Damn The Torpedoes (1979) como aquellos que tuvieron mayor repercusión en el momento y que posteriormente lograron convertirse en una fuerte influencia. A mediados de los años ochenta dio un salto importante, primero formando parte del lineup del festival Live Aid! y más tarde acompañando a Bob Dylan en una extensa gira. Este suceso fue clave para ambos músicos, porque en esa serie de conciertos Dylan logró reencontrarse con algo que había perdido a la hora de interpretar sus propias canciones (un episodio que detalla el propio Dylan en Crónicas I), y porque Petty entró en un pico de popularidad que seguiría incrementándose hasta la década siguiente. En los noventa Petty se cruzó con el productor Rick Rubin, conocido por llevar a un nivel altísimo a artistas como los Beastie Boys o Red Hot Chili Peppers, quien encabezó su disco más célebre como solista, Wildflowers (1994), además de She’s the One (1996) y Echo (1999), junto a los Heartbreakers.
Pero el auge experimentado en los noventa sólo puede explicarse por lo que ocurrió a fines de los años ochenta, cuando Petty se unió a Bob Dylan, George Harrison, Jeff Lynne y Roy Orbison para conformar el supergrupo The Traveling Wilburys. Esta formación lanzaría dos discos entre 1988 y 1990, Vol 1 y Vol 3, sufriendo la muerte de Orbison entre uno y otro. Esta, una etapa ineludible a la hora de repasar la carrera de Petty, da cuenta a la vez del nivel al que llegó dentro del mundo musical. Desde entonces Petty tuvo que lidiar con su propia leyenda y, a juzgar por sus últimas décadas de carrera, lo hizo más que bien, quizás sin volver a apuntarse grandes sucesos como en décadas anteriores pero siempre manteniéndose fiel a su recorrido. Y en eso mismo se encontraba actualmente, a los 66 años, celebrando los 40 de los Heartbreakers y esperando terminar el que, decía, iba a ser su último gran recorrido por las carreteras estadounidenses, cuya esencia quedó tan bien encapsulada en muchas de sus mejores canciones.