Es verdad, hace falta un cine latinoamericano enfocado en la política. Si bien el thriller político es una constante del cine de Hollywood desde hace décadas, cierto es que nunca hubo un correlato similar en estas latitudes, y es algo que se echa en falta. Hoy la serie House of Cards se ha ocupado de llevar a un público masivo las intrigas palaciegas, los juegos de corrupción, las verdades a medias, las mentiras flagrantes, las traiciones entrecruzadas en los centros de poder. Pero la política estadounidense dista mucho de la latinoamericana, y por eso es notable que el género comience a replicarse con un correlato tercermundista.1
Mucho de eso hay en La cordillera, y esa parte es, por lejos, lo mejor de la película. Santiago Mitre (autor de la excelente El estudiante, así como de Los posibles y La patota) es un director que puede permitirse ser pretencioso, ya que posee el talento y el oficio necesarios como para generar un cine intachable a nivel técnico, notablemente orquestado tanto en fotografía, sonido, interpretaciones, como en montaje y puesta en escena en general. En este sentido es sumamente original esta seria y fría inmersión en la política a gran escala, en la que un buen puñado de los mejores actores argentinos de la actualidad (Ricardo Darín, Érica Rivas, Gerardo Romano, Dolores Fonzi), así como grandes talentos de otros países (la chilena Paulina García, protagonista de Gloria, la española Elena Anaya, de La piel que habito, entre otros grandes) protagonizan escenas dentro de la Casa Rosada y en el interior de un hotel cinco estrellas, con elegantes y logrados planos secuencia. El foco está puesto nada menos que en el presidente de la república Argentina (Darín) y en su desempeño antes y durante una cumbre de presidentes latinoamericanos en Chile.
Pero lo curioso de La cordillera es que, además de la intriga política central, plantea una segunda historia paralela: una que involucra al protagonista en un episodio que refiere a la inestabilidad mental de su hija (Fonzi), quien sufre un repentino brote histérico justo durante la cumbre de presidentes. De apuro es reclamado un psiquiatra, quien se ocupa de tratarla mediante hipnosis para sacarla del estado de mutismo en el que se encuentra inmersa.
Es evidente que toda esta larga y curiosa historia paralela, desplegada a partir de la mitad de la película y en la que se impone algún elemento fantástico, busca darle al resto de la historia una carga alegórica. Son estimables las intenciones de los realizadores –Mitre escribió el guión junto al también reconocido director Mariano Llinás– de experimentar con el género y de aportarle otro tipo de lecturas, pero el problema es que la metáfora esbozada es burda, prácticamente infantil. Refiere principalmente al poder y a la tentación de cruzar una y otra vez la línea entre el bien y el mal durante su ejercicio.
Lo cierto es que cualquiera con una mínima capacidad de abstracción puede entender la complejidad de las decisiones políticas, así como la debilidad humana y esa ambigüedad presente en los estadistas y su accionar. ¿Realmente es necesario recurrir a las entelequias del bien y el mal, e invocar al demonio para hablar de política? Y sobre todo, ¿correspondía emprender un camino tan engorrosamente largo, con anticlimáticas e invasivas escenas de Fonzi en crisis, de una hipnosis y de una extraña entrevista en la que el presidente cuenta un sueño, para plantear una alegoría tan superficial? Cuesta creer que, con todo el potencial de ambos guionistas, no se les haya ocurrido dejar una reflexión más profunda en torno a la temática que escogieron. Una que, de paso, diera a la audiencia algo en qué pensar, y que no supiera de antemano