Fritz Huffenreuter llevaba un año en una prisión alemana cuando le dieron la misma opción que a las tripulaciones de la Pinta, la Niña y la Santa María. Seguir tras las rejas o hacerse a la mar. Para responder necesitó menos tiempo incluso que aquellos marineros. Así que se instaló en la capital argentina y desde ahí siguió haciendo lo mejor que sabía hacer: violines. Sus contactos le enviaron a Buenos Aires la madera de un viejo órgano del siglo XVI y decidió que, al igual que él, merecía una segunda oportunidad. Sin haber escarmentado con su condena, que había sido por falsificar un Stradivarius, no pudo con su genio y decoró el flamante instrumento con una etiqueta de una celebérrima firma de Milán. Pero la nobleza de su sonido se la había dado la mano del lutier, bien verdadera, y no e...
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