EN EL AÑO 2010 Federico Falco fue considerado por la revista Granta uno de los mejores narradores en lengua española menores de 35 años. Nacido en 1977 en General Cabrera –ciudad cordobesa que en 2001 reunía poco más de 10 mil habitantes–, a los 18 años se trasladó a la capital provincial, luego a Nueva York, más tarde a Madrid y finalmente a Buenos Aires. Escribió libros de cuentos, poemas y una nouvelle. En Un cementerio perfecto reúne cinco historias que prosperan en pequeñas localidades cordobesas o en sus alrededores, la sierra, el llano, el pinar, los ríos. Geografías que se solapan y permiten, a tramas ancladas en la realidad, transcurrir en cartografías imaginarias. El caudal de imágenes parece liberarse de una corriente subterránea de silencios donde lo reprimido se oculta en el carácter de personajes turbadores y vulnerables.
Así como Flaubert afirmó alguna vez que la escritura de Madame Bovary fue un intento por lograr la tonalidad del musgo, Falco se propone –y logra– atrapar la presencia abrumadora de la naturaleza. No es ajeno al influjo, más o menos evidente, que ésta ejerce sobre sus moradores, y parece no poder contar una historia que no esté previamente enraizada en una geografía, real o imaginaria. Observa flora, fauna, montañas, tormentas. Como sucede en los cuentos realistas de Raymond Carver y Richard Ford, le importan la descripción del paisaje, el clima, las transformaciones y perjuicios que impone el progreso al mundo rural. Contingencias que operan como herramientas narrativas para crear elementos simbólicos en una literatura ligada al territorio, que en apariencia es realista pero cuya estética en ocasiones desborda los límites de cualquier definición. El reino de la naturaleza y la dimensión de la cultura confieren, además, una suerte de parentesco incierto a estas historias que se constituyen como zonas de pasaje y pueden resignificar el desconcierto ante el mundo.
El protagonista del primer cuento, “Las liebres”, abandonó el pueblo para vivir en una cueva. Hasta ahí, la decisión de existir al margen. Muy pronto el lector percibe que el realismo inicial se resquebraja y lo insólito asalta el cotidiano. Mencionado simbólicamente como “el rey de las liebres”, sacrifica en un altar lebratos ofrendados por sus madres a cambio de protección. El sentido vacila y el misterio se pierde en los significados de un ritual que insinúa distintas posibilidades narrativas. El último cuento, “El río”, tiene una extensión similar al anterior, y su protagonista es también una criatura solitaria y frágil (en esencia, todos los personajes del libro lo son). Mientras recuerda al marido muerto y se preocupa por el río que ahoga secretos, no pierde de vista la tormenta de nieve y el trajín de los vecinos. El cuento se desliza a lo fantástico cuando sus sueños invaden razones verosímiles y sugieren nuevas lecturas de la realidad. Un territorio que también exploran otros nuevos escritores argentinos, entre ellos Samanta Schweblin.
Los tres relatos que restan son más extensos. En “Un cementerio perfecto”, el más grande diseñador de camposantos arriba al pueblo contratado por el intendente para construir la obra suprema de su carrera. El proyecto es bellísimo y el artista extremado, pero fracasan por los tejemanejes del padre centenario del intendente, un ser avieso capaz de entenderse sólo con sus gallinas. También es anciano el padre de “La actividad forestal”, el cuento más ambicioso. Cuando las motosierras talan el pinar que el hombre sembró mucho tiempo atrás, y la demolición de su casa es inminente, ofrece en matrimonio a su hija para asegurar el techo de ambos. Rechazada por un sepulturero, será aceptada por un colono japonés que cultiva claveles, originándose un vínculo amoroso tan humilde y natural como todos ellos. Los personajes se mueven en ambientes que los influyen y esto repercute en la mejor resolución de unos cuentos que logran conmover al lector. La adolescente de “Silvi y la noche oscura” se debate entre el tiempo excesivo que el catolicismo de su madre le hace pasar junto a personas que agonizan y su pasión por un joven mormón que predica en el pueblo. Su arrebatado despertar sexual y una rebeldía que la violenta sin explicaciones se espesan en una historia contundente y desoladora.
En estos cuentos, de resonancias inquietantes y epifanías que son como bocas abiertas por las que a veces se filtra lo extraño, Falco administra las tensiones del mundo íntimo y la exterioridad, el absurdo y la lógica, el orden y el desorden. Los personajes, de los que se apiada, se debaten en la ambigüedad de las relaciones humanas, entre la soledad y el recelo de estar con los otros. Falco extrema el rigor narrativo para ofrecer un conjunto de textos bien logrados en los que la estructura y el adecuado tratamiento del lenguaje deciden la intensidad dramática.