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En 2011 el Instituto Nacional de Colonización (Inc) desembolsó una cifra histórica por un campo de 1.450 hectáreas cerca de Mercedes, en Soriano, y decidió que las tierras fueran destinadas a la producción lechera. Pero había un requisito más importante: el proyecto contaría con un tambo de gestión colectiva.

Colonia lechera. Foto: Mauricio Kühne

Para producir leche la vaca no cae con estrépito, pesada como un mundo, con el frontal partido por el marrón. Por lo pronto, su destino inmediato es menos brutal. Y más noble, como lo saben los productores lecheros de campo adentro. En especial los que suelen frecuentar los números rojos. Por eso en 2011 el Instituto Nacional de Colonización (Inc) desembolsó una cifra histórica por un campo de 1.450 hectáreas cerca de Mercedes, en Soriano, y decidió que las tierras fueran destinadas a la producción lechera. Hubo un llamado para pequeños productores, jóvenes, con “familia constituida”, experiencia en lechería y un capital mínimo para iniciar la producción. Pero había un requisito más importante: el proyecto contaría con un tambo de gestión colectiva. “La gente se asustaba. Quedaron los más valientes”, recuerda Enrique Arillaga, agrónomo del Inc. La colonia quedó inaugurada en 2014, y fue bautizada Encarnación Benítez. De casi 40 aspirantes, al final quedaron 11 familias. Hoy todas buscan remontar la turbulencia económica del rubro, y además lidiar con el trabajo en común en el tambo. Producir leche no duele como un marronazo en plena frente, al menos para la vaca.

La mayoría de las familias eran pequeñas arrendatarias que padecían las complicaciones de producir con pocos animales en un pedazo de tierra ajena. Acá el Inc les subsidia el arrendamiento, y lo hace más accesible. Los beneficiarios firmaron un contrato inicial por dos años. El instituto los someterá a controles hasta que, pasado ese tiempo, podrán renovar el contrato por décadas de usufructo. De las 11 familias ya hay seis viviendo en lo que fue el viejo casco de la estancia El Porvenir, antiguo nombre del gigantesco latifundio manoseado por un rosario de terratenientes desde hace más de un siglo, antes de que el Estado se erigiera como su nuevo dueño.

Como espectros de un tiempo muerto, se sostienen en pie las edificaciones del viejo casco: la caballeriza, el gallinero, el aljibe, el mirador. El instituto promovió acondicionamientos del lugar para alojar a los nuevos moradores, y hasta lo bautizó con el nombre del negro Francisco Encarnación Benítez, una figura particular del mito patrio: apéndice nativo de José Artigas en las luchas por la distribución agraria y símbolo de los desposeídos de la tierra.

Verónica vive con su esposo y sus hijos chicos en uno de los laterales del casco. Trabaja como cocinera en la escuela rural 101, Dionisio Díaz, a cuatro quilómetros de allí. Las familias de la colonia repoblaron la escuela, que ahora ostenta la exuberante suma de 22 alumnos. Como respuesta al aluvión se instaló un contenedor en el patio. Ahí también van los hijos de Claudia, Juliana, Clara y Ema, otras colonas. Recién llegada del trabajo, Verónica arranca el mate de la tarde mientras un malón de chiquilines (propios y ajenos) corretea a su alrededor. Hay hamacas, y dos arcos clavados al costado de la casa, donde los niños juegan al fútbol. La pelota jamás saldrá fuera del pasto.

El tambo es un relojito. “No hay Primero de Mayo ni fin de año, ni nada”, dice Juliana, refiriéndose a la atención sostenida que exige el ganado lechero. Los propietarios necesitan a la vez mantener la productividad de sus animales, ordeñándolos durante todo el período de lactancia; si pararan un día la vaca ya empezaría a generar menos leche. En la Encarnación Benítez la jornada para algunos empieza a las tres de la mañana. A esa hora arranca el primer turno de ordeñe, que se extiende hasta cerca de las nueve. La segunda ronda va desde las 15 a las 21. Así decidieron organizarse las familias para gestionar el tambo. Cada una tiene su horario fijo en los turnos. En el mismo sentido, acordaron que cada cinco días una familia limpie el tambo.

Cada una tiene un promedio de 40 vacas, y una fracción de campo específica para pastorear su ganado. A su vez, cada cual tiene asignado un enorme tanque de enfriamiento. Lo producido se vende a Conaprole. La empresa tiene una planta en Mercedes, y el camión pasa todos los días a mediodía. La paga por litro de mayor calidad es de 7,40 pesos. El tambo funciona en un inmenso y antiguo galpón, que aunque fue remodelado aún conserva los tirantes de madera originales, comidos por el tiempo.

Además de la rutina del ordeñe, cada propietario tiene siempre el ojo puesto en el ganado. Daniel y Alexander, otros colonos, sueltan una carcajada cuando el cronista pregunta qué es “hacer parcela”, y lo convidan, sin éxito, a aprender en la práctica. Se trata de administrar el pastoreo del ganado parcelando el terreno con un hilo eléctrico, de modo que siempre se disponga de alimento. Las pasturas significan la mayor parte de la alimentación del ganado, el resto es ración.

A las cinco de la tarde. Mientras algunos toman mate y se distienden, es hora de que Ema y sus vacas marchen al frío húmedo del tambo. Los animales son propiedad suya y de su esposo. Ella –la dueña– es joven, menuda, ágil. Calza unas botas de goma que le llegan hasta las rodillas, un gorro de visera sujetándole los mechones y un delantal blanco, holgado, que casi roza el barro del suelo. Ellas –las vacas– son torpes, hediondas, robustas. Alguna que otra deja asomar el dorso huesudo del costillar sobre una barriga rebosante que pende como una bolsa. Cagan, mugen, pisotean el suelo mojado. Van entrando. Hasta hace poco pastaban en la lejanía de la pradera. Ahora irrumpen en la sala de ordeñe resbalando en el suelo, que es un tapizado húmedo de bosta, agua y orín. Hay dos carriles paralelos donde se separan las vacas en dos grupos. Al lado de cada carril, en una canaleta de metal, hay ración para que los animales coman mientras son ordeñados. “La soja da fibra y el sorgo, energía”, explica Ema. Su esposo trabaja en silencio. En su turno, Ema y su pareja son dueños y señores de la sala. Para acomodar a los animales en sus respectivos carriles ella imposta una voz gutural y esgrime sin miramientos una vara negra.

“¡Daaale! ¡Eeeh! ¡Eeeh!”

Con las vacas en sus puestos, luego de lavar la ubre con una manguera, se colocan los protectores y las pezoneras (aparato que se adhiere a la ubre) y la leche viaja por los canales del dispositivo de ordeñe. El proceso dura cerca de una hora. Son de raza holando, ganado lechero por excelencia. Su mirada es sostenida, boba, vacía. “Dinosaurios del siglo de las máquinas”, nacidos para disponer de su líquido esencial hasta el fin.

Mientras Ema ordeña, Clara terminó su turno y se despoja de las botas de goma antes de entrar a su casa, pisando el suelo con unas medias rosadas. Vive con sus dos niños y su pareja. Una de las habitaciones de su hogar fue, quién sabe cuándo, la cocina de inciertos peones de la estancia El Porvenir. Justo allí, el televisor está encendido en un canal de dibujos animados. Para avanzar entre las habitaciones hay que sortear algunos juguetes que fueron abandonados a su suerte en medio de la sala. “Todavía no ordené nada”, advierte la dueña de casa.

Clara es oriunda de Rincón del Cerro. Sus ojos son de un ocre intenso. Siempre estuvo involucrada en la producción lechera. En lo que hoy es su dormitorio había un antiguo generador y también un mecanismo para calentar el agua para el baño de la peonada, a través de la estufa. Hoy hay calefón.

La Encarnación Benítez es la primer colonia con sala de ordeñe compartida a nivel de la producción familiar, promovida por el Estado. Esto llevó al Inc a contratar, además de veterinarios y agrónomos, a un sociólogo y una antropóloga. Verónica Camors es la antropóloga a cargo del proyecto. Cuenta a Brecha que su objetivo es hacer un abordaje familiar y comunitario, integrado a lo económico-productivo. Consultada por los problemas surgidos en ese sentido, se limitó a decir que existen diferentes conflictos, de lo familiar y lo grupal, propios de una comunidad que trabaja en conjunto. Los colonos, por su parte, sólo insinúan que los problemas entre ellos tienen que ver con “la convivencia”. Algunos miran para abajo y eluden ahondar en la respuesta, asegurando que todo marcha bien, “por ahora”.

“Y acá estamos, saliendo de un tropezón”, sintetiza Daniel. Se refiere a la baja del precio de la leche, a la disparada del dólar y a la seca de los últimos meses. El fin de la tarde oscurece los flancos del campo y los animales sueltan mugidos lejanos. El negro Encarnación Benítez, los 200 años del reglamento de tierras, las ambiciones artiguistas del Inc, el viejo casco espectral de El Porvenir y sus habitantes pretéritos; despojada de símbolos y fantasmas, la colonia es simplemente la vida de hombres, mujeres y niños en tierras del Estado, con sus 40 vacas, sus conflictos por resolver y su trabajo de todos los días a cuestas, buscándose la vida sin caudillos ni redentores.

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