Después de 55 años, y de una expectativa cultivada en los últimos meses, se publicó la segunda novela de Harper Lee, la autora de la archifamosa Matar a un ruiseñor (To Kill a Mockingbird), reconocida mundialmente también a través de la película homónima protagonizada por Gregory Peck y ganadora de varios Oscar, un clásico del cine y tal vez el alegato antirracista más popular de la historia estadounidense. Go, Set a Watchman (Ve y pon un centinela, según ya traducen los españoles), la nueva novela recuperada milagrosamente de un manuscrito perdido y encontrado, rompió récords de venta el martes 14 de julio cuando se puso a disposición del público en Estados Unidos e Inglaterra. La tirada inicial fue de 2 millones de ejemplares, lo que no parece exagerado, desde que el mismo día trepó al primer lugar de ventas en Amazon mientras Matar a un ruiseñor ocupaba el segundo; y sólo en el Reino Unido se vendieron 100 mil en una jornada. El caso, sin embargo, implica algo más que las asombrosas cifras de un bestseller: atañe a las razones siempre un poco impredecibles por las que un libro influye en una cultura y se vuelve un ícono, y están unidas al raro destino de su autora, quien, cumplidos los 89 años, es una escritora célebre que escribió un solo libro.
JANE AUSTEN DE ALABAMA. La primera edición de Matar a un ruiseñor llevó un texto de contratapa que firmaba Truman Capote y que decía: “Alguien raro ha escrito esta excelente primera novela: una escritora con el más alegre sentido de la vida y el más caluroso y auténtico sentido del humor”. Capote conocía bien la rareza de Harper Lee porque había sido su vecinito de al lado, su amigo cómplice en la pasión de leer, y al que ella iba a recordar en Dill, el inteligente muchacho de su primera novela. Luego no faltó quien insinuase que Capote había sido el verdadero autor de la famosa novela, una sospecha frecuentemente aplicada a mujeres. Ambos crecieron en Monroeville, un pueblo chico del sur, parecido en sus prejuicios al que ambienta la historia racista de Matar a un ruiseñor. También el carismático juez Atticus Finch, que ya no puede tener otro rostro que el del muy carismático Gregory Peck, estuvo en parte inspirado en el padre de la autora. Según recordaba Alice Lee, la hermana mayor, en un testimonio que las circunstancias han reflotado ahora en la prensa inglesa, Amasa C Lee provenía de una familia de granjeros pero se juró no serlo, y fue capaz de crearse una buena cultura autodidacta y estudiar leyes. Al igual que Atticus, defendió una vez a un par de negros acusados de matar a un tendero, pero sus dos clientes acabaron ahorcados. Cuando Nelle (ese era su nombre familiar) Lee tenía 10 años hubo un caso de violación de una joven blanca bastante similar al que relata Matar a un ruiseñor, por el que acusaron a unos jóvenes negros, y la autora habría de reconocer su inspiración en ese hecho. Es verdad que casos similares fueron frecuentes en los estados del sur, y también que los hemos visto en cantidad de películas, pero ninguno alcanzó a volverse igual de emblemático como la versión de Nelle Harper Lee. Es acaso la voz de Scout, la niña que cuenta la historia, lo que dio a Matar a un ruiseñor la perspectiva y la emoción capaces de secuestrar la sensibilidad de una nación. El mundo de los tres niños que asisten a una lucha entre el bien y el mal en el escenario doméstico de su pueblo, y la íntima relación amorosa de Scout con su padre, hicieron de aquella novela una obra de iniciación y de educación sentimental y moral. El título, como se recordará, alude a la comprensión de la niña de que deben proteger a ese personaje loco y tierno que ha desertado del tráfico social y que intriga a los jóvenes amigos. Atticus le había enseñado a su hija que se podía matar urracas, pero que era inadmisible matar ruiseñores; Scout le enseña a él que exponerlo a la barbarie social sería como “matar a un ruiseñor”.
LA HISTORIA RECOBRADA. Go Set a Watchman toma su nombre de una cita bíblica, “El Señor me dijo: ve, pon centinela que haga saber lo que vea” (Isaías, 21:6). El gran dilema es el que señala el comentarista de The Guardian: decidir si este es su primer o segundo libro. Y ahora que ya aparecieron las reseñas de quienes lo han leído (es indudable que la estrategia publicitaria funcionó como un reloj y proveyó de copias por adelantado a los grandes medios), se sabe que si bien la novela fue escrita antes que Matar a un ruiseñor, la historia que cuenta es posterior. Scout es ahora una joven de 27 años que regresa a su hogar a encontrarse con su padre Atticus, un viejo que pasó los 70. Su hermanito ha muerto, el misterioso ruiseñor ha desaparecido y, en lugar de su amigo Cill, está Henry, un joven abogado que ayuda a su padre y la pretende. Pero los cambios más fuertes están menos en la trama que en la ideología. Si Matar a un ruiseñor, casi un texto oficial en el sistema educativo estadounidense, pudo recibir críticas porque no desarrollaba a los personajes negros o porque incluía el registro verbal racista propio de la época que retrataba, ahora la brecha va a agrandarse ya que, como reseña The New York Times, Atticus Finch, el héroe principista que defendía a los negros en los tribunales y enfrentaba a los linchadores, participa ahora de grupos que apoyan el segregacionismo, como el White Citizens Council (según el periodista del Times, grupos que históricamente fueron la versión civilizada del racismo sureño) y el Ku Klux Klan. También el joven pretendiente va a esas reuniones, por lo que Scout lo rechaza. Atticus discute con su hija en términos que recuerdan algunas declaraciones de William Faulkner. Los reseñistas coinciden en que la nueva obra describe mejor la complejidad del universo sureño y propone unos dilemas más adultos, los que siente la joven entre el cariño filial y sentimental y su idea de justicia. Juzgan que por eso la nueva novela nunca hubiese alcanzado la didáctica fama que la acompañó, pero coinciden en que esa complejidad se adapta mejor a estos tiempos en que ha sido rescatada. Los comentarios de los dos grandes periódicos en uno y otro lado del océano anglosajón difieren, en cambio, en cuanto a la calidad de la obra. Randall Kennedy, del New York Times, cree que la secuela es inferior literariamente a la precursora; Mark Lawson, del Guardian, lamenta que Harper Lee haya escrito tan poco. Cree que la nueva vieja novela se favoreció de la ausencia de editores y de intermediarios y deja ver recursos de lenguaje más experimentales. En cuanto a su asunto, arriesga a comparar la reciente edición con la posibilidad de encontrar un manuscrito donde se contase cómo Hamlet había en realidad dado muerte a su padre.
EL MITO GARBO. La buena nueva es que desde el 14 de julio lo que los libros cuentan ha ganado el centro de la discusión y desplazado a toda la intriga de abogados, cofres con manuscritos, supuestas o reales manipulaciones y sospechas de grandes negociados. Harper Lee es, como Salinger, con quien tanto se la ha comparado recientemente, un mito ausente. Vive en una casa de salud y por su avanzada edad han dicho que no va a participar de la promoción de su nueva obra. Pero antes, mucho antes de eso, se había recluido, llamado a silencio y dejado de dar entrevistas. Fue una víctima de su propio éxito. “Sólo podía ir para peor”, había declarado, abrumada por el reconocimiento. Dicen que está lúcida. Qué dirá de toda esta movida. Lo extraño, lo sospechoso, lo sin embargo esperanzador, es que su abogada declaró que podría haber un tercer manuscrito. (Y aquí sílbese bajito: ta ta ri ra ri… ra ri… ta ta ri ra ri… ra ri.)