Los centuriones - Brecha digital

Los centuriones

Jean Lartéguy se convirtió en el mentor literario de los militares latinoamericanos a partir de su novela “Los centuriones”, de 1960, que trata sobre la lucha francesa en Indochina y Argelia, colonias que habían tomado demasiado al pie de la letra los discursos aliados sobre la libertad. En esta nota se habla sobre “guerreros puros”, mentiras y derechos humanos.

DDHH por Ombú

“Bajando por Michelini / se van a mirar el mar
por Gutiérrez Ruiz regresan / a la plaza Libertad.
Tan sueltos.

“Aparato”, de Mauricio Ubal.

En 2004 el general Óscar Pereira fue expulsado del Centro y el Círculo Militar por escribir que “los contundentes argumentos que se acumularon en el tiempo, me convencieron de que las injustificables aberraciones fueron cometidas por unos pocos delincuentes y sádicos desenfrenados, al margen de la mayoría que seguramente las condenaba tanto como yo”.1 Sin embargo, a la salida de la dictadura las Fuerzas Armadas repitieron muchas veces que todo se hizo dentro de la cadena de mando y que, por lo tanto, defenderían a los miembros de la “familia militar” que fueran acusados.

En 2005 Guillermo Waksman escribió una nota en Brecha ante lo que se suponía iba a ser el principio del fin del “pacto de silencio” militar, ya que circulaba la información de que el Ejército había señalado “con un 99 por ciento de seguridad” el lugar en que había enterrado a María Claudia García de Gelman. Waksman recordaba que el 3 de agosto de 1978 el general Gregorio Álvarez, entonces comandante en jefe, firmó la orden 7777 por la cual el Ejército “no permitirá fijar forma alguna de revisionismo de lo actuado por sus integrantes durante la guerra contra la subversión, y si alguna actividad reñida con los derechos humanos se le adjudica, el suscrito se responsabiliza de haber dado la primera orden en ese sentido, por su condición de jefe del Estado Mayor Conjunto en la época de referencia”. En la nota de Waksman también se mencionaba que el 19 de agosto de 1986, en medio de las discusiones que culminaron con la aprobación de la ley de caducidad, 17 generales en retiro, incluidos cinco ex comandantes en jefe, suscribieron un texto en donde se afirmaba que: “no hemos renunciado ni renunciaremos a asumir la responsabilidad que el ejercicio del mando impone a todo militar, responsabilidad que además emana de la convicción de que esa actuación de los cuadros subordinados estuvo impregnada de sacrificio, elevada moral y espíritu patriótico, en defensa de los más altos intereses del país y su estilo de vida”. Por último hacía referencia a un artículo de Búsqueda informando sobre un documento confidencial del Comando del Ejército, entonces a cargo del general Raúl Mermot, y fechado el 25 de febrero de 1997, en donde se reiteraba que los oficiales generales asumían “la total responsabilidad que la jerarquía conlleva y que ha sido tradición de la institución, por lo cual no se aceptará ningún juicio retrospectivo a la conducción del arma”.

EL ESPÍRITU FRANCÉS. Uno de los militares que el capitán de navío (r) Jorge Tróccoli entrevista para su libro La ira de Leviatán2 cuenta que si en un procedimiento alguien no se comportaba como era debido se le mandaba leer a Jean Lartéguy.3 Este militar francés se convirtió en el mentor literario de los militares latinoamericanos a partir de su novela Los centuriones, de 1960 (que trata sobre la lucha francesa en Indochina y Argelia, colonias que habían tomado demasiado al pie de la letra los discursos aliados sobre la libertad). En un episodio, un capitán manda torturar a un dirigente de la resistencia argelina porque “sabe que tiene que ser así y que es la ley atroz de la nueva guerra. Pero necesita habituarse, endurecerse, enterrar en su interior las lecciones caducas que hacen la grandeza del hombre occidental, pero que al mismo tiempo le impiden defenderse”.4

Por su parte, el coronel (r) Gilberto Vázquez dice en una entrevista: “Nos reparten un preso, dos pa’ cada uno, y nos dice Cristi: ‘De lo que ustedes saquen de esta gente depende la supervivencia de la nación –nos dice–, en la guerra no sólo hay que arriesgar la vida, también hay que arriesgar el alma’”.5

Un amigo feriante, vendedor de libros, asegura que al igual que en los sesenta y setenta sigue recibiendo grupos de muchachitos con el pelo cortado al rape pidiendo obras de Lartéguy. En Los centuriones Lartéguy hace filosofar a sus personajes, que se ven como “guerreros puros” que se “rebajan” a disgusto a ejercer la tarea policíaca a la cual son convocados por los “políticos corruptos”. Pero después aceptan “ensuciarse” porque la guerra hay que ganarla “sea como sea”. La narración termina con los militares rumiando su rabia ante las citaciones que les cursan desde el Estado francés por las atrocidades cometidas, cuando al principio éste les había dado carta libre. De noche, frente al fuego, un capitán exclama con rabia: “Que tenga cuidado Roma con la cólera de las legiones”.

EL JUEGO DE LAS DIFERENCIAS. En 1986 el general Wa­shington Varela fue el encargado de trasmitir la fórmula límite para aceptar responsabilidades militares: “Perdimos los puntos de referencia”. Esa pérdida de “los puntos de referencia” incluía, entre otras cosas, más de 200 asesinados, decenas de miles de torturados –con unas 40 personas muertas por esta causa y muchas que quedarían con graves secuelas–, más de 6 mil procesados viviendo en condiciones inhumanas, innumerables destituidos, exiliados, y más de 200 desaparecidos secuestrados en distintos países, por lo general con participación de represores uruguayos en el marco del Plan Cóndor. Debido a este plan, la búsqueda de restos en nuestro país incluye a las aproximadamente 40 personas desaparecidas en territorio nacional y a un alto porcentaje de los aproximadamente 150 desaparecidos en Argentina que, de acuerdo a las últimas investigaciones, habrían sido trasladados a nuestro país.

Los mandos militares se fueron volviendo modestos. De procesar en dictadura por “vilipendio a la moral” a todos los que osaban hablar de torturados o desaparecidos, pasaron, durante la etapa de la Comisión para la Paz, en 2000, a enojarse si alguien los acusaba de mentir sobre la localización de los cuerpos. De decir que “no se constató la participación militar o policial” en la desaparición de personas,6 se pasó a defender la prescripción de los delitos cometidos. De afirmar que no hubo traslados de uruguayos desde Argentina hacia nuestro país para después asesinarlos y hacerlos desaparecer, pasan a decir que no saben dónde están, que no quedaron registros, y que “eso es historia lejana”. La contradicción implícita es que, de ponerse a investigar, los militares se encontrarían con ellos mismos. Es así que Enrique Bonelli –copiloto del conocido como “primer vuelo”– y José Pedro Malaquín –copiloto del conocido como “segundo vuelo”– fueron después comandantes en jefe de la Fuerza Aérea, y el general Pedro Barneix, implicado en el asesinato de Aldo Perrini, fue el encargado en 2005 por Tabaré Vázquez de investigar el destino de los desaparecidos.

Entre tantas otras cosas, las Fuerzas Armadas mintieron, oficial y extraoficialmente, sobre la muerte de Ubagesner Chaves Sosa, Luis Eduardo González, Roberto Gomensoro, Julio Escudero, Óscar Tassino y Urano Miranda, que fueron declarados como fugados. Mintieron cuando dijeron que no habían estado en su poder José Arpino, Óscar Baliñas, Miguel Mato y Amelia Sanjurjo, asesinados según múltiples testimonios con feroces palizas por desacatarse y pelear, aun estando atados, contra la patota de valientes soldados que los torturaban. Mintieron sobre Julio Correa y Carlos Arévalo, según testimonios, infartados en la tortura. Mintieron sobre Juan Manuel Brieba, según testimonios arrojado atado por una ventana desde un segundo piso. Esto, por sólo citar algunos casos de personas desaparecidas.

Sin dudas, alguna vez, los integrantes de la institución militar deben de haber pensado cómo serían las cosas si como método para “salvar a la patria” no hubiesen torturado, robado, violado, asesinado y promovido las conductas sádicas. Los militares tomaron el poder para no permitir que “ganara el comunismo”. Porque el “comunismo” iba a llevarse a los niños, a torturar y a matar, a desaparecer personas, a sumergir a la sociedad en el miedo, o sea, todo lo que terminaron haciendo.

Así como, a partir de distintas experiencias, hay tempranos libros escritos por quienes vivieron desde dentro los procedimientos de la dictadura,7 con el tiempo las víctimas comenzaron a poder contar sus historias. En Memorias del calabozo, Mauricio Rosencof y Eleuterio Fernández Huidobro hablan de su etapa de rehenes. Huidobro decía: “Es durante ese período en Treinta y Tres que oímos los paternales relatos, hechos durante las lerdas horas de la guardia por parte del viejito carpintero manso y bonachón, cobarde violador, (…) a la muchachada joven, de 18 años, que no pudo ‘mojar’ en las ‘felices’ y ‘dichosas’ horas de 1972 y años siguientes, cuando cualquier milico podía violar compañeras a discreción”.8

Sin embargo hubo notorias diferencias entre algunos integrantes de las Fuerzas Armadas o del cuerpo policial, desde el vicealmirante Juan José Zorrilla, que intentó resistir al golpe desde su conducción de la Armada, hasta actitudes individuales de resistencia, incluyendo a quienes pidieron la baja o sufrieron prisión. Y también están los soldados y policías que llevaron noticias y hasta cartas a los familiares de los presos, o tuvieron gestos de apoyo y hasta fueron vistos con lágrimas en los ojos al observar las torturas infligidas a los detenidos, como cuenta Sara Méndez sobre un joven custodio. Seguramente era uno de los muchachitos a los que se referían Rosencof y Huidobro en la entrevista ya citada, y que son tratados como basura por la oficialidad: “F H —¡Haga cincuenta flexiones! (…). M R —¡Párese firme! –durante horas–. Dé cuarenta vueltas corriendo alrededor del cuartel.

A veces, hasta la noche oíamos las humildes zapatillas pasando una y otra vez bajo nuestras ventanas”.9

LA LÓGICA ILÓGICA. Lartéguy dedica su libro Los pretorianos10 al “recuerdo de todos los pretorianos a quienes algún César hizo asesinar para no pagarles la soldada o para salvar su propia vida”. Algunos pretorianos locales sienten que fueron usados por “los políticos”, por los empresarios que los aplaudieron al comienzo11 e incluso por Estados Unidos, y tienen razón. Se sienten “centuriones”, guerreros puros, a veces dispuestos a fundirse en un abrazo con ex guerrilleros hoy en el gobierno que, “demonios” mediante, se arrogan el derecho de hablar por toda la sociedad. Dicen que también hay dolor desde su lado y citan muertes de soldados, policías y oficiales (ocurridas en todos los casos durante enfrentamientos con el Mln-Tupamaros o a través de los “ajusticiamientos” que éste practicaba), además del puntual y bochornoso asesinato e intento de desaparición del peón Pascasio Báez, y tienen razón, el desconsuelo provocado por cada muerte, incluso la de un detestable torturador, perdura por generaciones en una familia. Todos sabemos quién empezó la violencia, repiten. Sí, se les responde: la injusticia, el desamparo social y el hambre.

Los centuriones y quienes los apoyan se enojan porque la lucha por la memoria continúa. Ya van dos consultas ciudadanas, dicen. Pero el resultado negativo de éstas no inhabilitaba para buscar otros rumbos, como insistir en el pedido al Poder Ejecutivo para que investigase de acuerdo al artículo 4 de la ley de caducidad, o crear otras vías de resistencia al olvido como lo fue la Marcha del Silencio iniciada en 1996.

A pesar de las irregularidades y mecanismos perversos desplegados en las dos votaciones para evitar la anulación de la ley de caducidad, quienes se alinean para trabajar por los derechos humanos aceptaron los resultados. Caso opuesto fue el anuncio militar en 1986 de que no se iba a concurrir a los llamados de la justicia. La ley de caducidad de la pretensión punitiva del Estado surgió del miedo de una democracia tutelada que solucionó así esta situación. La ley empezaba diciendo “Reconócese que, como consecuencia de la lógica de los hechos…”, y esta lógica era ilógica para la verdadera justicia, ya que aceptaba la imposibilidad de cumplir con su cometido, dado que el Estado, con el revólver en la sien, hacía “caducar” su pretensión de punir las atrocidades cometidas.

Al decir de Carlos Caillabet, “entre los desaparecidos no hay inocentes, todos fueron culpables de querer un mundo mejor”. Nadie es inocente, ni el maestro Julio Castro, sin militancia partidaria, desaparecido en 1977 por denunciar lo que ocurría en dictadura, ni Elsa Fernández Lanzani, cuyo delito fue viajar a Buenos Aires en 1977 para cuidar a su hija embarazada, y fue secuestrada y desaparecida junto con ella. Hay que elegir, y como dice Idea Vilariño en un poema: “ustedes sin quererlo ayudan a elegir en todo el mundo”.12

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Francia no olvida

“Tratándose de ciudadanos franceses, Francia no olvida”, dijo el gobierno francés sobre Alice Domon y Léonie Duquet, las dos monjas francesas secuestradas y arrojadas al Río de la Plata en 1977 por colaborar con los familiares de desaparecidos. Las monjas murieron por los tormentos y procedimientos que instructores franceses le enseñaron a los militares argentinos, después de haberlos perfeccionado aplicándolos al millón de patriotas argelinos que asesinaron o hicieron desaparecer. De acuerdo a diversas investigaciones, ya en 1957 habían viajado a Argentina los tenientes coroneles Patrice de Naurois y François Pierre Badie. En 1958 fueron 60 cadetes argentinos a Argelia para aprender in situ lo enseñado. Fue en Argentina donde se tradujeron para el continente los estudios franceses sobre contrainsurgencia. En 1981, en el diario La Razón, Ramón Camps, jefe de la Policía Federal durante el gobierno de Rafael Videla, reconoció la influencia francesa. En 2000 Francia volvió a enfrentarse a su pasado colonial cuando Le Monde publicó el reportaje a la argelina Louisette Ighilahriz, joven del Fln torturada bárbaramente por los franceses. En 2001 el general Paul Aussaresses reconoció las torturas, asesinatos y desapariciones como procedimientos de Estado, y sorprendió a todos con sus libros de memorias1 donde se jacta de haber matado él mismo a decenas de personas indefensas. Como asesino estatal no fue ni será juzgado, e incluso puede contar lo que hizo en libros que le reportan ganancias. Recién en 1976 la misión francesa en Argentina fue desactivada y el rubro quedó en manos estadounidenses. En los sesenta, Paul Aussaresses enseñó técnicas de tortura en Estados Unidos, y en 1973 fue designado agregado militar en Brasil, donde dio cursos a brasileños y chilenos sobre su experiencia en contrainsurgencia y “guerra psicopolítica”, o sea en el combate a la población en territorios ocupados o bajo regímenes dictatoriales. Durante la dictadura, Jean Lartéguy llegó a Uruguay a dar charlas invitado por el gobierno.

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Convivencia

Luis Pérez Aguirre escribió que una vez en Jefatura de Policía, quizás ya anticipando la futura impunidad, lo torturaron sin capucha. El policía reía cuando “Perico” decía que lo perdonaba por lo que estaba haciendo. Ya en democracia, torturador y torturado se cruzaron dos veces en la calle. En el primer encuentro, Perico, con perdón infinito, le tendió la mano, que el otro no quiso estrechar. La segunda vez llegó a preguntarle cómo andaba y esta vez escuchó al torturador confesar su depresión por la difícil situación que atravesaba ante las investigaciones en curso. Una presa política contó que por varios meses bajo el borde de la capucha vio las manos de su torturador. Al salir de la cárcel se transformó con los años en una terapeuta que empleaba técnicas alternativas, especialmente dígitopuntura. Un día llegó a su consultorio un viejito. Cuando tomó sus manos para tratarlas reconoció en ellas a su torturador. Aturdida, continuó atendiéndolo. Sólo al final le dijo quién era.

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1.     Paul Aussaresses: Pour la France, services spéciaux 1942-1954, Éditions du Rocher, París , 2001; y Services spéciaux Algérie, 1955-1957, Perrin, París, 2001.

1.     General Óscar Pereira: Recuerdos de un soldado oriental del Uruguay. Editorial Varios. Montevideo, 2004. Pág 342.
2.     Jorge Néstor Tróccoli: La ira de Leviatán, en revista Tres, Montevideo, 1996.
3.     Jean Lartéguy, seudónimo de Jean Pierre Lucien Osty, fue un escritor francés nacido en 1920 en Lozere (Francia) y fallecido en París en 2011. Licenciado en historia por la Universidad de Toulouse, voluntario en octubre de 1939 para luchar en la Segunda Guerra Mundial, fue corresponsal de guerra en lugares como Palestina, Corea, Indochina, Argelia, América Latina, etcétera. Su obra literaria de ficción se centra en la época de la descolonización, con grandes éxitos como Los centuriones y su continuación Los pretorianos, que dieron lugar a la película Mando perdido (Lost Command), protagonizada por Anthony Quinn y Alain Delon (http://es.wikipedia.org/wiki/Jean_Lart%/C3%A9guy).  Posteriormente cerraría una trilogía con Los mercenarios. Su obra Los centuriones acaba de ser reeditada en Estados Unidos a petición del general David Petraeus, responsable de las tropas estadou­nidenses en Afganistán y anteriormente en Irak.
4.     Jean Lartéguy: Los centuriones. Ediciones G P, séptima edición, Barcelona, 1977. Pág 423.
5.     Decile a Mario que no vuelva, documental de Mario Handler, 2008. Gilberto Vázquez agrega: “No sabíamos cómo hacerlo. Primero le dimos con un caño de plomo forrado con una gomita de un milímetro, pensando que no iba a dejar marca. Pero dejaba unas marcas infernales. Después otro, amante de Lartéguy dice: ‘No, no, el asunto es una media con arena’. Mentira, una media con arena… le quedaba la cabeza (era) tocarlo y le quedaba la cabeza así; y llego yo, al poco rato, y el tipo estaba hinchado por todos lados, no sentía ni dolor”.
6.     De acuerdo al informe dado en 1987 por el fiscal militar de segundo turno coronel Óscar Sambucetti, designado por el gobierno para investigar las denuncias.
7.     Hugo García Ribas: Uruguay. Memorias de un ex torturador. El Cid Editor, Buenos Aires, 1984. José Lorenzo Calace Peñalva: Quince años en el infierno, Tae Editorial, Montevideo, 1988. Daniel Rey Piuma: Los crímenes del Río de la Plata. El Cid Editor, Buenos Aires, 1984.
8.     Eleuterio Fernández Huidobro y Mauricio Rosencof: Memorias del calabozo, tomo II. Tupac Amarú Editores, Montevideo, 1990. Pág 86.
9.     E F Huidobro y M Rosencof, op cit, pág 10.
10.     El término “pretoriano” se ha trasladado de designar a la guardia romana que protegía a los emperadores a nombrar “unidades armadas de elite que protegen a determinados gobernantes, en particular a dictadores impopulares”, según Fernando Lillo Redonet de la National Geographic.
11.     Un militar uruguayo, de los que empezaron a ver un poco más lejos a partir de su investigación de ilícitos económicos durante la lucha antiguerrillera, contaba que después del golpe el general Eduardo Zubía les dijo: “Ir más allá de ciertos límites ponía en peligro, incluso, el propio proceso revolucionario que llevaban adelante las Fuerzas Armadas, porque se iban a tocar intereses que iban más allá de las posibilidades que ellos tenían de actuar”.
12.     Idea Vilariño: “Agradecimiento”.

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