Hacia fines de 2014 dos nuevos títulos dedicados a su obra sumaron novedad a las ya nutridas inerpretaciones. Juan Carlos Onetti: caprichos con ciudades, de Rocío Antúnez, profesora uruguaya radicada en México, también autora de Felisberto Hernández, el discurso inundado, y Onetti francés, donde Alma Bolón, además profesora titular de literatura francesa en Facultad de Humanidades, continúa una indagatoria que ya dio otro título: Onetti en la calle, sólo titularmente coincidente con el que publica Antúnez.
HISTORIAS DE DOS, TRES, MUCHAS CIUDADES. El tema de la ciudad estuvo presente en la hermenéutica onettiana a partir de un ensayo de Emir Rodríguez Monegal que se impuso como un referente y defendió su pertinencia por bastante tiempo. “Onetti y el descubrimiento de la ciudad” se publicó en la serie Capítulo Oriental, y su recepción se benefició de la conjunción de un crítico poderoso que había acompañado la carrera del escritor (al tiempo que cimentaba la suya propia) con la distribución a gran escala de aquellos fascículos a un público alerta y proclive al consumo cultural. Desde el primer párrafo, Rodríguez Monegal proclamaba que la literatura de Onetti fundaba simbólicamente la ciudad rioplatense y contemporánea. La idea matriz de su artículo había sido animada por el propio novelista tres décadas antes, cuando las pedradas semanales de Periquito el Aguador pregonaban que Montevideo no iba a existir a menos que los escritores se decidiesen a escribirla. Eran los inicios de una embestida contra el criollismo que en 1968, cuando Monegal publica su artículo, estaba ya herido de muerte. Es posible que menos que la creación de una literatura marcadamente urbana, el triunfo de Onetti fuera la derrota de la larga tradición gauchesca. Más allá de su prédica, sus ficciones encontraron mejor hospitalidad en la calma pueblerina de Santa María y en la aptitud del tiempo detenido para alcanzar los espacios alternativos del sueño en vigilia. Quizás, aquel célebre artículo fue más un síntoma del entierro irreversible del regionalismo en Uruguay que una medida de la novelística de Juan Carlos Onetti, pero igualmente sentó cátedra e hizo de Onetti el punto de inflexión para la llegada de una nueva era literaria.
En Onetti: Caprichos con ciudades (2014) Rocío Antúnez retoma este tema, pero no llega a él por la socorrida ruta local sino desde otras premisas y logos. Se trata de una tendencia que proviene de disciplinas como la antropología y la sociología urbana y se alimenta del pensamiento de autores como el George Simmel de Metrópolis y el Walter Benjamin de París capital del siglo XX. En esa tradición que pensó el par ciudad y literatura, y continuaron Raymond Williams, Marshall Berman y también Ángel Rama, se coloca este libro de Rocío Antúnez. Una primera parte ensaya una suerte de biografía literaria de Buenos Aires y Montevideo en el proceso de modernización. Estudia a Alvear, el Haussmann porteño, que diseñó la ciudad moderna con sus diagonales y a la nueva Montevideo del Centenario, escucha los poemas que los poetas vanguardistas dedicaron al Palacio Salvo, recupera al Clemente Colling felisbertiano como un habitante de los conventillos y a Roberto Arlt como cronista de la nueva urbe, entre otros muchos referentes. En la segunda parte del libro estudia tres locis de la ciudad en Onetti: las calles con sus pasantes en cuentos como “Avenida de Mayo diagonal Avenida de Mayo” y “El posible Baldi”; el conventillo como lugar de El pozo, y la gran ciudad en Tierra de nadie.
Si la primera parte es síntoma de nuevas formas de los estudios académicos y de la interdisciplinariedad dominante en la que la autora muestra competencia, encuentro especial riqueza en su acercamiento a los textos. Destaca la lectura del cuarto de conventillo como un lugar emblemático de la ciudad rioplatense que el autor elige para que nazcan un cuerpo semidesnudo y un alma que desea desnudarse para la escritura. El lugar de El pozo es, según Antúnez, un lugar fronterizo que “da la mano a la vanguardia”. La ensayista convoca inesperadamente a Alfredo Mario Ferreiro en su propuesta de una “literatura en pijama” que compartiría con Linacero y hace de puente a Felisberto, es decir, a otra literatura “en pantuflas” que elige lo inacabado y muestra sus borradores y exhibe sus libros sin tapas. La autora advierte que “además de hablar de rupturas y cortes, El pozo habla con rupturas y cortes” y lee en consecuencia un sentido en la gramática de los espacios en blanco y la fragmentación del discurso. El libro se detiene –¿promisorio?– a las puertas de Santa María.
EN LENGUA EXTRANJERA. En marzo de 2011 Alma Bolón escribió en Brecha sobre el caso Céline y la inacabable polémica entre el gran escritor y el gran colaboracionista. El artículo se tituló “Céline, el nuestro” y en la última línea arriesgaba la hipótesis de que el nombre de Eladio Linacero, protagonista de El pozo, fuese una forma anagramática del apellido del autor de Viaje al fin de la noche. “Céline, el nuestro” reunía a Onetti y a Céline como “moralistas de lo inmundo –de estar en el mundo– y del amor”. Mientras compartía estas ideas con los lectores de Brecha, Alma estaba desarrollando una reflexión más ambiciosa que hoy es un libro: Onetti francés, recientemente editado por la Universidad.
Hay cierta brusca contundencia en el título, que avisa de la voluntad reivindicativa de este proyecto, y que se hace explícita al comienzo en el estilo vehemente de la autora. Bolón reivindica la influencia de la literatura y la civilización francesa en la obra de Onetti en rivalidad a la más reconocida marca anglosajona, y hace entrar esta recuperación como parte de una resistencia del acosado saber humanístico en el mundo y en Uruguay. Pero la mejor persuasión para su causa está menos en los explícitos argumentos políticos que en la aventura dichosa de su viaje a través de los textos de Onetti y de sus precursores galos –Proust, Rabelais, Baudelaire, Céline, Barbey D’Aurevilly, Balzac, Supervielle, Bernardin de Saint Pierre– que Alma pesquisa, revisa y exprime con disfrutable erudición, saber teórico y una dosis de imaginación crítica poco frecuente. Posiblemente porque en sus argumentos liminares se presiente que la autora parte de una premisa ya conclusiva a la que el estudio de la literatura de Onetti le servirá de prueba, y en los capítulos de análisis prima el riesgo continuo que cada incursión conlleva y el lector asiste a la construcción de hipótesis todavía inciertas. Procede del mismo modo que la gran literatura en la modernidad y, según ella enseña, como el narrador onettiano que “declara constantemente que el objeto de su decir no antecede al acto de decirlo”.
LA NOCHE ES UN LUGAR Y OTROS DESTINOS. El programa de esta investigación puede resumirse en una línea: “buscar la influencia francesa en Onetti” o, menos escuetamente, revisar la obra de Onetti –sus novelas y cuentos, pero también su correspondencia, sus artículos, sus entrevistas, sus boutades– en busca de las fuentes, las versiones, saqueos, diálogos y homenajes secretos, las huellas y los ecos de la literatura y la lengua francesa en las tramas, nombres, fraseos, estilo y etcétera de su narrativa. El resultado es, en cualquier caso, muy poco lineal. La figura de la urdimbre y el concepto de proliferación describen mejor esta ingeniería de sentidos que surge del cruce de un estudio escrupuloso de cada palabra con una perspectiva distanciada que domina el nutrido panorama de una literatura de tradición secular. A eso suma un “regreso” al campo intelectual rioplatense a través de la contextualización de la “influencia” descubierta. Por ejemplo, se nos informa qué libros de tal o cual autor francés había entonces en la Biblioteca Nacional, como medida de su circulación, o se coteja el uso que hizo Onetti del bagaje francés con el que hicieron otros escritores (por ejemplo de la expresión “la piedra en el charco”, calcada del francés, en Unamuno y Cortázar).
En esta travesía abundan las revelaciones asombrosas y hay un goce asegurado en el despliegue erudito y en el acecho detectivesco de cada caso, pero hay también conceptualizaciones más trascendentes que nacen de la reflexión sobre el corpus cosechado. Así la lectura de Céline y de Onetti como herederos de la operación proustiana de espacializar el tiempo y de hacer de la noche un lugar. Una operación que ha dado algunos de los momentos de más alta poesía en la prosa de Onetti. Es la noche que, en el final de El pozo, puede clavarse en un papel como una gran mariposa nocturna y está en Tan triste como ella, donde el desvalimiento de la muchacha que avanza con su valija se expresa memorablemente diciendo que va “casi desnuda, con el cuerpo recto y los pequeños senos horadando la noche”. La idea se desenvuelve y refina cuando la autora repara en la insistencia del adjetivo “retinto” que se le adjudica a la noche onettiana y lo interpreta como expresión de una noche “profundamente literaria”, hecha de tinta. Bolón advierte que también “la noche de Idea Vilariño” es un lugar, un “pozo suave”, y está asimismo entintada, pero con una diferencia, ya que su tinta es benéfica. Vilariño –explica la investigadora– “no construye su personaje de escritora sobre la repulsa del intelectual o del hombre de letras” como hacen Céline y Onetti. Esa diferencia ilumina otra de las ideas movilizadoras de este ensayo: “el antiintelectualismo” de Onetti.
Se trata de un “antiintelectualismo a pura tinta”, es decir paradójico. El rechazo de Onetti a los emblemas de la institución literaria convive con el fervor que profesa a sus escritores amados, y con una secreta divinización de la palabra. Bolón traza la genealogía de esa repulsa por “lo literario” en Céline (expresada en su defensa de Rabelais) y desbroza el desvío onettiano que repite la operación defendiendo a Céline, pero no la refrenda en su prosa pudorosa y esmerada, alejada de la ilusión de oralidad y la procacidad de su modelo. La complejidad del asunto excede la gramática y deviene un asunto moral, lo que deriva en la atención a los motivos cruciales de la pureza y la degradación, y perdura aun después de la atinada comprobación de que “la más fiel traducción al español que tuvo Voyage au bout de la nuit se encuentra en la escritura onettiana”. Pero la terca irreductibilidad de Onetti en su antiintelectualismo resiste hasta el último capítulo y hasta la última línea de este libro donde la autora propone que hubo un malestar de Onetti para con su oficio y que ese fue un atributo muy “poco francés”. Acaso sea excesivo afirmar que fuera “demasiado uruguayo”.
En un viejo título, El precursor velado (1985), Daniel Balderston estudió la presencia de Stevenson en la obra de Borges. En su primera página llama la atención sobre las muchas veces que Borges había declarado su amor por Stevenson y las otras muchas en que los críticos habían desestimado esa predilección, y “en lugar de entender por qué Borges estaba seriamente interesado se lamentan de que no se ocupe de lo que a ellos les interesa”. En opuesto sentido, también referido a Borges, recuerdo el descubrimiento hecho por una maestra uruguaya de la fuente de “El cautivo” en una crónica de Isidoro de María que fue disimulada por su autor. Mientras leía este libro de Alma Bolón, tan borgeana, fue natural recordar los dos últimos mandatos de Onetti en su decálogo: “Robar si es necesario. Mentir siempre”, y comprobar, sin sorpresa, que Alma los retoma en el epílogo. La moraleja es contradictoria: hay que escuchar a los autores que siempre acaban por confesar y hay que desconfiarles porque a su vez ocultan sus robos. La conclusión es en cambio clara y estimulante porque la suma de pruebas que acumula este ensayo no acaba en una sentencia, ni se limita a la proeza de enriquecer y alterar nuestra lectura de Onetti, sino que postula una subyugante teoría de la lectura y de la creación que, superando el mito romántico de la originalidad, descubre uno más bello: el de la universal colaboración y complicidad entre escritores. Y nos invita a escuchar “ese rumor de palabras que se alza del mundo incesante y en el que participa Onetti con fulgor”.